o importa cuántas otras películas se estrenaron ayer, el primer día oficial de la competencia, el título que acaparó la atención del público y los medios fue Top Gun: Maverick, de Joseph Kosinski. Pongo el nombre del director por puro rigor filmográfico. El único para considerar es el de Tom Cruise, quizá la estrella más perdurable del Hollywood reciente y la figura del día en lo que a Cannes se refiere.
A partir de cierta hora de la tarde, todo el festival –en sentido figurativo, claro– se volteó a rendirle pleitesía a Cruise. El hombre llegó en helicóptero a la playa de la Croisette y fue llevado a una atestada conferencia de prensa en la sala Debussy, donde se sometió a las preguntas del moderador, Didier Lelouch, durante una hora (no sin antes proyectar un típico montaje de las escenas más representativas de su carrera). Luego, mientras la delegación de la película ascendía por la alfombra roja, sobrevoló una formación de jets, dejando una estela con los colores de la bandera francesa (¿o era la estadunidense?). Finalmente, la proyección de gala de Top Gun: Maverick en la sala Lumiére, que incluyó la entrega de una Palma de Oro honorífica.
Lo cual nos lleva a la pregunta esencial: ¿se merece Tom Cruise una Palma de Oro? Si fue un reconocimiento industrial a su desempeño como imán de taquilla, es indudable que sí. Pero si, como se supone que Cannes no es una extensión mundial de la Canacine, y se premia lo que es estrictamente calidad cinematográfica, el asunto es más espinoso.
¿En pocas palabras, es Tom Cruise un actor solvente? Como héroe de acción, rol en el cual se ha encasillado ya por décadas, digamos que es cumplidor. Dueño de una famosa sonrisa desprovista de ironía, Cruise resulta creíble como Ethan Hunt, por ejemplo, su personaje de la franquicia de Misión imposible, y sus stunts ejecutados en ella son más memorables que cualquiera de sus intrigas.
Por pura casualidad, pude comprobar hace poco la actuación de Cruise en Negocios riesgosos (Paul Brickman, 1983), su primer papel protagónico. Ya lucía esa sonrisa, pero poseía una frescura y una disposición al riesgo que no le durarían mucho.
Y es que varias veces se dio de bruces cuando intentó un papel dramático, como en Nacido el 4 de julio (Oliver Stone, 1989) o Un horizonte lejano (Ron Howard, 1992), donde ensayó un penoso acento irlandés. Bajo las órdenes de directores notables como Martin Scorsese (El color del dinero, 1987) o Neil Jordan (Entrevista con el vampiro,1994), parecía que Cruise iba a despegar y romper su imagen de trivial héroe hollywoodense. No fue así.
El colmo de sus limitaciones se desplegó en Ojos bien cerrados (1999), la película póstuma de Stanley Kubrick. Cuando se suponía que debía expresar celos –con su entonces esposa, Nicole Kidman– y deseo sexual, lo único que salió fue insipidez. Corre el rumor de que Kubrick murió en parte debido a la frustración de no poder dirigir a su actor protagónico.
El único realizador que ha podido extraer algo realmente distinto de Cruise ha sido Paul Thomas Anderson, lo cual lo eleva a la categoría de genio máximo de la dirección de actores. En su papel en Magnolia (1999) la estrella se atrevió a algo impensable: ser grosero y desagradable en su papel de gurú de la sexualidad machista. Por desgracia, esa voluntad de cambio no se ha repetido a la fecha.
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