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Mónica no debió morir
E

lla, muchas veces, nos ocultó con una falsa sonrisa, que no era feliz. Mónica murió en el silencio que muchas mujeres guardan por temor a ser juzgadas por vivir con sus agresores. Su caso no es aislado. Lo peor es que socialmente pareciera que era una mujer alejada de toda violencia; se preparó con mucho esfuerzo y dedicación y terminó la carrera de medicina; formó una familia, compuesta por sus dos hijos y su esposo Eduardo. Por muchos años fue el sostén económico de sus hijos. Tenía información sobre cómo prevenir violencia y denunciar casos de abusos. No pareciera que Mónica cumplía con el perfil de una mujer golpeada o que vivía algún otro tipo de violencia. Según el imaginario colectivo, no podría ser victima de feminicidio. Quizá fue por sentirse menos vulnerable que nunca pidió ayuda.

Ese 27 de agosto de 2019 parecía un día común. Salió del trabajo, pasó rápido a la casa de sus padres. Su madre Silvia le ofreció algo de comer. Mónica prefirió llevárselo a su casa, con el argumento que ya era tarde. Se despidió con un beso en la mejilla de su madre. No sabían que sería su último adiós. Horas más tarde, Silvia recibiría una llamada de Eduardo; le avisaba que Mónica se había quitado la vida. En cuanto supieron de la terrible noticia, su hermano y su padre se dirigieron a su domicilio; no podían asimilar aquella escena de terror que encontraron al llegar. El cuerpo sin vida de Mónica yacía en el suelo, con una cuerda que rodeaba su cuello. La familia de Eduardo fue la primera en ser notificada por su hijo, por lo que minutos antes habían llegado al lugar de los hechos.

Las investigaciones no ayudaron. En múltiples ocasiones la fiscalía perdió el expediente y la ropa con que Mónica llegó al Servicio Médico Forense nunca apareció. En las declaraciones, Eduardo argumentaba que, por un arrebato de celos, Mónica se había quitado la vida, sin importarle que en esa misma casa se encontraban sus dos hijos menores. Omitió decir que esa misma tarde Eduardo y ella habían discutido por las infidelidades de éste y sus constantes adicciones y que Mónica dijo que ya no toleraría más burlas y le pidió el divorcio. Estos hechos no fueron relevantes para las autoridades.

Otra táctica de Eduardo fue manipular a sus hijos, pues durante los preparativos para el funeral les dijo que uno de los deseos de su madre era ser cremada. Así, aconsejado el hijo mayor, comentó a sus abuelos que su madre había decidido ser incinerada al morir. La familia de Mónica, ante la presión de sus nietos, aceptó ese procedimiento. Esto alejaba cada vez más a Mónica de la justicia.

El calvario no terminó para la familia. Días después se enteraron de que Eduardo iría hasta donde Mónica trabajaba, en la ciudad vecina de Querétaro, para reclamar el seguro de vida. La directivos de la empresa se negaron a pagárselo, pues explícitamente ella había instruido que la única persona que podía fungir como representante de sus dos hijos menores era una de sus hermanas. Esto siguió levantando dudas de la familia de Mónica y claro enojo de Eduardo.

La agresión no paró ahí. Se sabe que dos semanas después de estos trágicos hechos fue a intimidar a la familia de Mónica, argumentando que no conocían la verdad sobre su hija y hermana. Quizá en el fondo sabía que era uno de los principales sospechosos y que, por la ineptitud de las autoridades guanajuatenses en la aplicación de protocolos de casos de feminicidios, quedó absuelto.

El caso de Mónica, mi prima, nos recuerda el otro tan sonado de Mariana Lima Buendía, en el que su cónyuge hizo pasar su feminicidio por suicidio. La muerte de Mariana nos dejó un legado en su sentencia que indica que en las muertes de mujeres se deben identificar las conductas que la causaron y verificar la presencia o ausencia de motivos de razones de género que originan o explican la muerte violenta, preservarse evidencias específicas para determinar si hubo violencia sexual y hacer las periciales pertinentes para determinar si la víctima estaba inmersa en un contexto de violencia. Su caso se parece mucho al de Mariana, el mismo modus operandi, en que impunidad y corrupción imperan en los sistemas de justicia, a pesar que se vanaglorien, como la fiscalía de Guanajuato, de ser una de las más avanzadas en el nuevo sistema de justicia penal.

En temas de violencia hacia la mujer la fiscalía de Guanajuato no ha avanzado mucho. Hace dos semanas supimos de la noticia de Rosa, una menor de edad del pueblo otomí del norte del estado que fue abusada sexualmente por su tío. La carpeta de investigación no ha avanzado desde hace más de un año y las autoridades dicen que es el proceso normal.

Ni Mónica ni Rosa han obtenido justicia. La fiscalía de Guanajuato se ha vuelto obsoleta para las mujeres, dejando ver que existe impunidad y corrupción, impidiendo así el acceso a la justicia en casos de violencia de género en el estado. Hay autoridades omisas y un gobierno indolente que no nos garantizan a las mujeres una vida libre de violencia. Lo peor de todo es que cuando seamos víctimas de algún delito tampoco se agotarían las líneas de investigación para lograr justicia.

Es triste que a nivel nacional e internacional Guanajuato se ponga a la vanguardia del nuevo sistema de justicia penal, pero cuando se trata de aplicar un correcto protocolo de feminicidio dista mucho de esta realidad. Entre tanto, cientos de vidas de mujeres y niñas están a la deriva, al no contar con mecanismos eficientes que nos respalden.

Mónica, igual que miles de mujeres en México y el mundo, no debió morir. Su vida debe de permanecer como la deuda del Estado a ellas y a sus familias. Si en vida fallamos al garantizarle una vida digna y libre de violencia, en la muerte hay que asegurarnos que tengan justicia, en la que los perpetradores como Eduardo sean juzgados y se legisle con los más altos estándares.

* Integrante del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan