ocos temas tan debatidos en la UNAM como la huelga del fin de siglo. Entre abril de 1999 y febrero de 2000 la institución vio cerradas sus puertas y su comunidad quedó fuertemente polarizada. Si bien hoy es posible señalar que la institución logró recuperar la ruta del trabajo académico, también es necesario destacar que las cicatrices de aquel tiempo aún son visibles. Hay historias que se niegan a desaparecer de la memoria: la institución cerrada por cerca de un año, el presídium de una asamblea estudiantil resguardada con alambre de púas, la entrada de la policía y por supuesto el encarcelamiento de cientos de estudiantes.
¿Cuáles fueron las causas de ese conflicto? ¿Qué papel jugó el gobierno, los partidos y los numerosos actores secundarios? ¿Cuál fue el margen de maniobra de la comunidad universitaria? Entre 1997 y 1999, durante el rectorado de Francisco Barnés de Castro, la UNAM pasaría de una razonable condición de estabilidad a una crisis que enfrentó la más radical de las oposiciones ante los intentos de reforma en la historia institucional. Al inicio de su gestión, el rector había lanzado un ambicioso plan que, entre otros temas, preveía la organización de la institución en una red de campus; el fortalecimiento de la colegialidad académica; la formación integral del estudiantado; el fortalecimiento del bachillerato, la licenciatura y el posgrado; el estímulo a la investigación y la difusión, así como la mejora de las tareas de gestión, planeación y evaluación.
Sin embargo, poco quedaría de dicho plan, pues esa gestión quedaría en la memoria por tratar de reformar el sistema de cuotas (el Reglamento General de Pagos). Dicha propuesta, que representaba un desafortunado eco a las políticas de contención financiera del gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000), devino en el conflicto más grave de la historia universitaria reciente. Se trataba de una reforma nutrida por la visión económica de los 90 promovida por el Banco Mundial y la OCDE, en la que se advertía un claro acatamiento del esquema económico que incorporaba criterios de rentabilidad y, de manera específica, la búsqueda de fuentes adicionales de ingreso.
La reforma institucional sería alentada por el gobierno federal y contaría con el pretendido aval de la cúpula de la izquierda partidista. No obstante, sectores estudiantiles –y posteriormente académicos y administrativos– cuestionarían también las presiones gubernamentales y el movimiento desbordaría las previsiones de las autoridades manteniendo una huelga que, iniciada el 20 de abril de 1999, se extendería por más de 10 meses. El grupo estudiantil, expresado principamente en torno al Consejo General de Huelga (CGH), respondía a los vientos de la época: se trataba de un movimiento inspirado por el zapatismo y las expresiones contrarias a la globalización neoliberal. El movimiento expresaba una modalidad de liderazgo múltiple e implicaba una constante rotación y tensión de sus cuadros dirigentes.
Sin ofrecer una propuesta de reforma explícita, los estudiantes construirían un discurso que, reivindicando factores como gratuidad, derechos estudiantiles, así como la realización de un congreso resolutivo
para la transformación universitaria, propugnaba un ideario democratizante. Las aspiraciones del grupo estudiantil irían tomando forma y unas cuantas semanas después aparecía un documento que detallaba sus reclamos para la transformación: modificación del calendario; derogación de las modificaciones al Reglamento de Inscripciones y Permanencia aprobadas por el Consejo Universitario en 1997; defensa de la autonomía universitaria mediante la anulación de todos los convenios entre la UNAM y el Ceneval; definición de un espacio de diálogo y resolución; desistimiento por parte de las autoridades de cualquier acción legal contra los participantes en el movimiento, y abrogación del Reglamento General de Pagos y eliminación de todos los cobros, estableciendo la gratuidad de toda la educación impartida por la UNAM.
Las dificultades para que las autoridades universitarias y los grupos estudiantiles construyeran acuerdos –debido en buena medida a la progresiva radicalización de las partes– motivaron el surgimiento de grupos de mediación, como el de los eméritos, que también generaron planteamientos relativos a la transformación institucional.
De tal modo, el cierre de la UNAM por más de 10 meses y la renuncia de Barnés fueron los costos más evidentes de un conflicto en que habrían de quedar involucrados casi todos los universitarios, pero también políticos, intelectuales, empresarios y aun eclesiásticos. En la solución al conflicto jugaron diversos elementos, algunos de negociación y otros de control político y judicial. Así, la salida a la crisis incluyó el nombramiento de un nuevo rector para la UNAM –Juan Ramón de la Fuente–, el freno a la reforma al Reglamento General de Pagos y la realización de intensos cabildeos con los grupos estudiantiles. Sin embargo, la contención final del conflicto fue instrumentada con la irrupción de la Policía Federal Preventiva al campus y con la aprehensión de cientos de estudiantes.
Hace unos 10 años, en una visita a la casa de Chema Pérez Gay, en Coyoacán, un grupo de consejeros universitarios le escuchamos una breve historia ocurrida en el contexto de la huelga. Se trataba de un vuelo a Sudamérica y Chema le habría preguntado al presidente Zedillo acerca de las posibles salidas al conflicto universitario. La contestación del presidente habría sido, palabras más, palabras menos: No hará falta hacer nada, la UNAM se acabará sola. Como en otros temas, Zedillo se equivocó. La comunidad universitaria demostró que su fuerza era superior a las apreciaciones de quien escuchaba el canto de las sirenas de fin de milenio y la Universidad Nacional seguía de pie ante los retos del futuro.