Publicado el 9 de mayo de 1982 en el diario UnomásUno
Una sola casa en pie, y los restos de lo que fuerala gran fortaleza del ejército invasor de Marruecos
En Güelta Zemmur, una ciudad que bajo el colonialismo español llegó a tener más de 20 mil habitantes, sólo hay una casa en pie, casi intacta; un cuartel totalmente destruido, y un fuerte en cuyo patio están amontonadas más de 30 mil minas de contacto, de las 60 mil que colocó el ejército marroquí para defenderlo. En las cuatro colinas que rodean lo que fue una ciudad hay cientos de trincheras y barricadas; una línea de alambre de púas y una cerca de un metro de diámetro y dos de altura la rodean. Miles de casquillos de todos los calibres regados, restos de cohetes, caminos destruidos y las partes de dos aviones Mirage y Hércules.
“Es que durante los casi cien años que estuvo aquí en nuestro país el colonialismo español nunca construyó una sola casa para nosotros”, explica Ahmedu Mohamed, responsable de un grupo de seis combatientes del Frente Polisario que acompaña al reportero en un recorrido de cuatro días por “territorio liberado”. Se preocuparon únicamente por saquear nuestras riquezas, dice.
La población abandonó la ciudad a finales de 1979, cuando aviones de la Fuerza Aérea de Marruecos la bombardearon con fósforo blanco, napalm “y otras armas prohibidas”; algunos volvieron a la vida nómada y el resto se fue a los campamentos de refugiados en tierras argelinas, a 50 kilómetros de esta joven República. “Sólo con la ayuda del gobierno de Argelia pudimos salvar a la población civil, niños, mujeres y ancianos de la masacre que Hassan II planeaba”, señala Ahmedu.
En la única casa que está en pie vivía el capitán general del Ejército Español. Ubicada en la falda de la colina donde está el fuerte, desde donde se dominaba toda la ciudad, aún queda en pie la cerca en donde se atrincheraron los soldados para defenderla. Es de adobe y contaba con todos los servicios: agua, luz eléctrica que llegaba de la planta del cuartel, gas y una regadera. Sólo un vidrio está roto. “La conservamos como trofeo de guerra para mostrarla a las futuras generaciones”, señala uno de los integrantes del grupo.
Desde el 14 de noviembre de 1975, día en que se firma el acuerdo tripartito mediante el cual España “entregó a nuestro país” a los gobiernos de Marruecos y Mauritania, se fueron concentrando en las principales ciudades tropas de ambos gobiernos; aquí en Güelta estaban 3 mil soldados del rey Hassan que resistieron cerca de seis años –explica Ahmedu Mohamed Fadel, un poco antes de llegar a la ciudad.
En la madrugada del 14 de octubre de 1981, fuerzas del Ejército de Liberación Popular Sajarauí, brazo armado del frente Popular para la Liberación de Saguía el Hamra y Río de Oro (Frente Polisario), fundado el 10 de mayo de 1973, sorprendieron “con los hombres necesarios” a los 3 mil soldados marroquíes y “en menos de 48 horas tomamos la ciudad” e hicimos prisioneros a 240 soldados, ocho oficiales y tres pilotos; además les averiamos cinco aviones, un Hércules C-130, dos Mirage F1 y F5 y un helicóptero Puma. El resto de la tropa fue aniquilada o huyó en desbandada. “Todas las colinas estaban tapizadas de marroquíes muertos”, dice Ahmedu con la Land Rover ya en marcha.
Después de media hora de ir por el camino de un carril semiasfaltado, una de las dos carreteras que les dejaron los españoles, Ahmedu repite en forma pausada la pregunta: ¿Que qué nos dejó el colonialismo español durante los casi cien años que estuvo por aquí?, me preguntabas, dice. Luego se quita el turbante que le cubre la boca y responde casi a gritos para que le pueda escuchar, ya que el viento es más fuerte con la velocidad del yip. Con la mano izquierda se cubre la boca para evitar que le entre arena:
“Mucho y nada” nos dejó —responde—. Cuando se fueron hace siete años, el 99 por ciento de la población era analfabeta; nos dejaron, por ejemplo, tres médicos para una población permanente de 125 mil habitantes más aparte otras 10 mil que eran flotantes. De los tres médicos –continúa diciendo casi a gritos--, dos de ellos no tenían título.
—¿Qué más?
No hay respuesta. Se vuelve a colocar el turbante en la boca. Ahmedu es un joven con rostro serio y una mirada casi melancólica. Ríe con facilidad. Ahora parece reflexionar.
Hassena, el conductor de la Land Rover en el que viaja el reportero y Ahmedu, tiene 26 años, casado desde hace cuatro y con dos hijos. Es combatiente desde hace casi nueve años. Mantiene firmes ambas manos en el volante y lo mueve de un lado a otro en forma hábil. Vamos a 50 kilómetros por hora en pleno desierto. Ya hace más de diez minutos que dejamos el camino semiasfaltado. Seguimos la rodada de un yip que habrá pasado uno o dos días antes. Atrás de nosotros viene la otra Land Rover con los cuatro combatientes apretujados en el asiento de adelante. Todos con su turbante en la cabeza y lentes de plástico para evitar la arena. Orientarse aquí sólo ellos saben. Dicen que vamos al este. ¿Quién sabe?
Cuando el viento ha disminuido, dos horas y media después, el responsable del grupo retoma el tema y dice: En Güelta Zemmur la población vivía en jaimas, casas de campaña, de seis por cuatro metros y en algunas vivían hasta tres familias; no parece verdad. Pero sí es. Ahí solamente el capitán y algunos oficiales tenían casa. Los soldados vivían todos amontonados en el cuartel. Por eso no vimos casas en esa ciudad. Todos levantaron sus jaimas cuando vieron que los aviones de Hassan II los bombardeaban y se fueron.
De pronto el yip para. Hassena baja y camina unos quince metros, se quita los zapatos y el turbante. Mira hacia La Meca. Cierra los ojos, baja los brazos y mueve los labios diciendo algo mientras junta las palmas de las manos llevándoselas después a la cara. Otros dos compañeros repiten lo mismo. Después se pone de rodillas y baja el cuerpo hasta casi besar la arena y se levanta para repetir nuevamente dos veces más los movimientos. A varios kilómetros una nube de polvo se observa. “Puede haber circo mañana”, dice Ahmedu, sentado a un lado del reportero. •