iscusión ruda, eterna y sin solución, en la que se enfrascan cotidianamente los críticos, los aficionados y los operópatas de todo cuño: ¿qué tan válido es trasladar la acción de una ópera a tiempos y lugares lejanos y distintos a los señalados específicamente en el libreto? Me parece que tal discusión equivale a mucho ruido y pocas nueces, pues creo que la solución es relativamente fácil: hace falta decidirlo caso por caso. A veces funciona, a veces no.
Cuando no funciona, los fracasos son estrepitosos. Un ejemplo puntual de ello: al inicio de esta semana me encontré en el canal cultural de televisión Stingray Classica una versión de la Ópera de París a La bohème, de Giacomo Puccini, dirigida escénicamente por Claus Guth y musicalmente por Gustavo Dudamel, cuya acción había sido trasladada al interior de una nave espacial. Hacía mucho que no veía una cosa tan penosamente ridícula y sin sentido.
En cambio, un par de días antes asistí a la transmisión de una muy interesante (y exitosa en todos sentidos) puesta en escena del Met de Nueva York del Rigoletto de Verdi, trasladada de la Mantua del siglo XVI a la República de Weimar, en la cual la extrapolación funciona muy bien. Hace unos años, en 2013, el Met había realizado otra producción de Rigoletto, situada en el ámbito del oropel y los mafiosos de Las Vegas, que también resultó ser una buena adaptación. Único elemento común a ambas versiones: la sólida presencia del tenor polaco Piotr Beczala como el duque de Mantua quien, me parece, cantó con un poco más de filo, intención y malicia en la producción de 2013. Por cierto: en una entrevista reciente Beczala afirmó que una de las cosas que más le gusta de cantar el Duque de Mantua es que su personaje sobrevive quizá para perpetrar peores fechorías.
Uno de los principales méritos de esta buena ópera que es Rigoletto radica en el interesante limbo ético en el que se mueven casi todos sus personajes, elemento bien resaltado en esta producción dirigida en lo musical por Daniele Rustioni y en lo escénico por Bartlett Sher. Decorados monumentales, brutalistas, de claras referencias al art déco; caracterizaciones y vestuarios que pintan una decadencia social y moral que apunta (como apuntó históricamente) a los primeros atisbos del fascismo en Europa; una iluminación que tiende básicamente a la penumbra y la oscuridad, son elementos que conforman en este Rigoletto un ambiente hostil e inquietante en el que el personaje del duque de Mantua es presentado como un pequeño y mezquino tirano/dictador/caudillo (que bien pudiera tener su lugar, también, en cualquier república bananera) que utiliza su poder para cometer toda clase de tropelías, mintiendo, hostigando, complotando, premiando y castigando según su libre albedrío, con las complicidades y la protección de rigor. Uno de los grandes aciertos de esta producción es la caracterización de Sparafucile, el asesino a sueldo, como un untuoso y siniestro policía secreto, rol espléndidamente actuado y cantado por Andrea Mastroni. Lo mejor del reparto vocal, la Gilda de Rosa Feola, seguida muy de cerca por Rigoletto, el patético y servil bufón que no puede faltar en una corte, muy bien realizado por Quinn Kelsey. El barítono estadunidense dibujó con prestancia, en lo actoral y en lo vocal, la estrepitosa caída de este alacrán que termina por matarse con su propia cola, mientras su supuesta víctima se ríe de él a distancia.
Si en puestas más tradicionales de Rigoletto es posible debatir cuál es el momento textual más destacado (la tradición es inclinarse por las arias Questa o quella, Caro nome o La donna è mobile, o el genial cuarteto Bella figlia dell’amore), en este contexto no me queda duda: el foco certero de lo que en esta ópera se dice es el aria Cortiggiani, vil razza dannata que canta el patético bufón y que, traducida con mucha libertad y mucha mala leche, podría ser Lambiscones, vil raza maldita, en el entendido de que la historia demuestra que las cortes de sicofantes han sido, desde siempre, elemento indispensable para el surgimiento y consolidación de todo tipo de fascismo.