os penales en México son escenario constante de crímenes y escándalos. Son espacios de luchas fragosas por el control del reclusorio y puestos de mando de ciertos internos que, aunque recluidos, desde ahí impunes dirigen graves episodios criminales en el exterior.
En ese drama hay muchos perdedores: el imperio de la ley, el prestigio de la autoridad, los mismos reclusos y la sociedad victimada. Son un problema explosivo para cualquier gobernante. Tan letales pueden ser que ponen en riesgo a gobiernos de todo nivel.
Recuérdese el vergonzoso drama irresuelto del niño Tadeo, en Puebla, que el gobierno quiso acallar cercenando violentamente una docena de cabezas de chivo. Para más, se quejaba de que se intentó desestabilizar su gobierno y con eso ¡ya! Este caso es un sumario del viejo desastre carcelario.
Los penales han sido muestra de desgobierno, de disfunción, incompetencia y corrupción. Son amenaza para la sociedad por el peligro para ella de empezar a verlo sólo como un rasgo más, propio de estos tiempos. Este clima de lo absurdo es parte constante de la naturaleza de la cárcel, responsabilidad frecuentemente menospreciada.
Como una perla más y como extremo de una cadena, es necesario señalar que no ha existido un programa real de reinserción social. El penitenciario sigue siendo más un castigo medieval que instrumento reconstructor de lo humano. La readaptación social que llegue a darse será producto del esfuerzo del recluso, no de la institución.
Posiblemente exista una política penitenciaria que asuma el compromiso de sancionar al delincuente siempre a la luz de la ley penal y los derechos humanos del recluido, pero no se advierte así.
Cumplir con ese postulado requeriría asumir el difícil acto de fortalecer un ejercicio convertidor de dirección, los escalones operativos e infraestructura y aceptando la complejidad universalmente reconocida, hacer que funcionen como verdaderos centros de reinserción social. La meta es la reconstrucción del delincuente, el castigo brutal es un desecho.
Parte central del problema es la falta de profesionalización de custodios, administrativos, mandos medios y superiores. No poseen seguridad jurídica en el desarrollo de la prestación de sus servicios fijada en un estatuto laboral como el previsto en el artículo 123, apartado B, fracción XIII de la Constitución. Pensar que hoy existe un sistema formativo de recursos humanos profesionales es una equivocación. ¿Una carrera penitenciaria? No se le tiene en mente.
La meta que sigue es corregir la anarquía en la construcción de penales. Por décadas se construyeron donde urgía, no mediante una planeación integral. Se ignoraron las directivas de ordenación y normas técnicas que entonces emitía Gobernación y ahora quizá la Secretaría de Seguridad Pública. De ahí que haya penales saturados y no pocos con numerosas vacantes.
Importante resulta señalar que los servicios presentan además tres graves deficiencias: 1) la improvisación para incorporar nuevos servidores públicos. Es custodio, administrativo o directivo cualquiera si es recomendado o nombrado por el dedo índice del superior; 2) la saturación de la capacidad de alojamiento de los penales, y 3) un gran retraso en la aplicación de la Ley de Normas Mínimas y Ejecución de Sentencias, tanto en el ámbito federal como en el estatal.
Una evolución penitenciaria debe partir de una ley de normas mínimas más exigible por el sentenciado simplemente para responder a un derecho, extinguir su deuda social y aliviar las presiones de la sobrepoblación.
La sobrepoblación es enorme y consecuentemente prevalece el eterno problema nunca resuelto del mandato constitucional de separar a procesados de sentenciados, haciendo además casi imposible la delicada separación de reclusos violentos o vulnerables, jóvenes, ancianos, minusválidos, homosexuales.
Lastimosamente los sistemas destinados al delicado tratamiento de menores infractores están en el abandono. Visitar una de esas llamadas escuelas
resulta una experiencia propia de una mezcla de Dickens y Dante. El caso de los menores es terriblemente doloroso y preocupante. No se les prepara para ser útiles a sí mismos y a la sociedad en su vida posterior ya recobrada la libertad.
En lo propuesto habría que destacar: 1) un juicio más atinado para declarar prisión preventiva a quienes no justifican encarcelación; 2) la aplicación oportuna de los privilegios que ofrece al sentenciado la correspondiente ley de normas mínimas; 3) actualizar los reglamentos internos; 4) establecer para directivos, administradores y personal de custodia al sistema educativo ya mencionado y hacerlos sujeto de la ley laboral correspondiente, y 5) ampliar la capacidad de alojamiento de procesados y sentenciados.
Son conocidas en detalle las limitaciones y vicios del medio. ¿Entonces? El crecimiento de la población penitenciaria está ya determinado confiablemente por proyecciones que anuncian más y mayores índices de delincuencia que crecerá como crece la población. Pareciera ser llegada la hora de examinar soluciones integrales a un deber legal.