umba! ¡Pumba! ¡Pumba! Los mazos golpean el muro de un largo salón de actos, que separa dos aulas de la Escuela Benito Juárez del centro escolar de la colonia Tierra y Libertad, en Monterrey, Nuevo León. Extraoficialmente se conoce como La Zapata. Los anfitriones buscan así habilitar un auditorio en que quepan los activistas llegados de unos 20 estados de la República, para la reunión de la Coordinadora Línea de Masas, conocida como Colima.
Inesperadamente, llegaron al evento muchos más delegados de los programados. Y los salones escolares resultaron pequeños. Eran, literalmente, centenares de militantes de organizaciones maoístas que buscaban en esa reunión debatir su unidad en el embrión de un partido político revolucionario línea de masas para luchar por el socialismo.
La colonia nació en marzo de 1973. Pertenecía a un enorme organismo de masas que tuvo sus orígenes en 1971, pero se fundó oficialmente en 1976, en las faldas del cerro de Topo Chico, promovido por Política Popular, llamado Frente Popular Tierra y Libertad. Participaban allí miles de posesionarios, colonos, inquilinos, obreros, pequeños comerciantes, choferes, artesanos y campesinos.
Al igual que Tierra y Libertad, cada una de las islas del archipiélago Colima tenía tras de sí una larga historia de participación en luchas populares llenas de significado. Por ejemplo, la seccional Ho Chi Minh, nacida de los restos de la Liga Comunista Espartaco (LCE), también conocida como Organización de los Pobres, Organización o la O, había celebrado en 1977, en una casa de Rubén Jaramillo, en Cuautla, un encuentro para reorientar su trabajo y dejar de lado la relación con grupos político-militares. Algunos de sus dirigentes se encontraban en la cárcel por su cercanía con Lucio Cabañas. Al arrancar el encuentro, que duraría tres días y en el que los asistentes se alimentaron de tacos de cebolla guisada y durmieron sobre costales en el suelo, una buena parte del último estado mayor jaramillista les dio la bienvenida.
En el acto de la Colima también estaba presente la Organización Revolucionaria Compañero (ORC), probablemente el más ortodoxo de los agrupamientos presentes, igualmente heredera de la LCE, con un relevante trabajo en las zonas industriales de Naucalpan, la corriente democrática del sindicato de telefonistas, el movimiento urbano-popular del valle de México y las luchas estudiantiles por la autogestión.
En 1974 se había fundado el Frente Popular de Zacatecas, impulsado por lo que poco después sería el Movimiento Obrero Campesino Estudiantil Revolucionario (Mocer). Desde su surgimiento hasta 1989, ocupó decenas de miles de hectáreas en 24 invasiones contra grandes latifundios, organizó colectivamente la producción campesina, gestionó servicios para decenas de colonias populares e impulsó la democratización de la universidad.
La iniciativa de la Colima, en la que participaron otros grupos provenientes de Política Popular, como el Comité de Defensa Popular de Durango, y fuerzas como Comisiones Obreras y comités de lucha del IPN, tenía como telón de fondo la reforma política que legalizó al Partido Comunista Mexicano, y buscaba contener la presencia de la izquierda extraparlamentaria en el tablero nacional. En parte, para sortear lo que veía como una trampa electorera, la Colima promovió (junto a otros proyectos) grandes convergencias de masas como la Conamup, la CNPA y se sumó a la CNTE.
La falta de acuerdo sobre participar electoralmente fue un impedimento para que los integrantes de Colima se incorporaran unificadamente a un proyecto partidario. De un lado, la Ho, Línea de Masas y el Mocer, junto al colectivo espartaquista de Enrique González Rojo, grupos obreros auspiciados por el sacerdote Rafael Escamilla y equipos provenientes de la Organización Comunista Cajeme fundaron, en la colonia San Miguel Teotongo, en febrero de 1982, hace 40 años, la Organización de Izquierda Revolucionaria-Línea de Masas (OIR-LM). Del otro, Compañero formó el Movimiento Revolucionario del Pueblo.
La OIR privilegió la construcción de organizaciones autónomas de masas y la autogestión. Más allá de sus méritos en levantar una fuerza social contestataria, la cuestión electoral fue un verdadero dolor de cabeza que nunca pudo resolver adecuadamente. Tampoco se sumó decididamente a la lucha por la presentación de los desaparecidos políticos, ni enfrentó el reto de generar una cultura alternativa, ni entendió cabalmente el desafío feminista.
Entre 1982 y 1989, la OIR creció significativamente en los movimientos populares, impulsando la movilización por sus demandas y la autogestión. No se consideraba partido, sino protopartido. Sus ejes eran la lucha clasista, el poder popular y el internacionalismo. Cuando en el marco de las elecciones presidenciales de 88, el cardenismo precipitó una vigorosa movilización ciudadana alrededor de una iniciativa nacionalista revolucionaria, cívica y electoral, la propuesta de la OIR fue barrida. Apenas sobrevivió unos meses más.
Ante el naufragio, sus militantes se reagruparon de distintas maneras. Unos se integraron al Partido de la Revolución Democrática (y hoy a Morena), otros formaron el Partido el Trabajo y algunos más quedaron en movimientos populares. No pocos abandonaron la militancia. Sin embargo, la OIR como proyecto partidario autónomo había llegado a su fin.
En muchas de las organizaciones sociales de esta corriente, era común que los domingos se efectuaran faenas solidarias para levantar obras o cosechas o introducir servicios. El producto final de esas jornadas pertenecía a la colectividad. Nadie podía reclamarlo como suyo. Eran del colectivo. La herencia de la OIR es, como la de esos domingos rojos: de todos y de nadie.
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