uchos de los indicadores revisados en estas semanas nos hablan de largos y adversos escenarios como presente y futuro del mundo. Ni los portentos científicos para enfrentar los virus, ni las capacidades institucionales para proteger, prevenir y curar a las sociedades, permiten pensar en recuperaciones rápidas y productivas que nos lleven a horizontes renovados. Más bien, lo que parece imponerse en el ánimo y el imaginario de las naciones y sus grupos dirigentes, es la sensación de que todo ha cambiado en estos dos terribles años, pero no necesariamente para mejor.
Sobre el arribo pronto a una situación que pudiera verse como una superación de lo vivido en lo que va del siglo, pocos se atreven a hablar, menos a proponer como escenario cercano. Por si nos faltara, fue en estos términos que Xi Jinping delineó ante los hombres de las nieves
, en Davos, sus propios escenarios de potencia en ascenso con los ojos puestos en una crisis que no acaba de terminar.
Cada vez con mayor peso, el ejercicio de la voluntad se torna variable no sólo clave sino vital, decisiva. En esta medida, la política sigue siendo la primera instancia para enfilar rumbo a horizontes menos inciertos y más promisorios, para sortear panoramas tan adversos y enfilar la nave del mundo hacia territorios habitables.
Sin embargo, hoy no se presenta como tarea fácil poner en sintonía a la política, en términos de mayor y mejor capacidad de conducción social e innovación institucional, dadas las exigencias múltiples que asolan a las sociedades humanas. Actualmente, como lo estamos viendo en Estados Unidos de América, con una bárbara oposición republicana, y en México, desde el propio gobierno y sus falanges, impera una suerte de bloqueo intelectual que se despliega como conjunto de diques y murallas que impiden la circulación de ideas y cierran el paso a renovadas convocatorias y fórmulas de entendimiento y acción que puedan enriquecer el inventario con que contamos para gobernar y gobernarnos frente a una adversidad en gran medida inédita.
Para discursos sobrealimentados por el triunfalismo, negar las aristas más molestas ha sido una de las primeras elecciones hechas por los gobiernos para ejercer su retórica de poder. Negación que se acompaña de un menosprecio militante de la deliberación política, necesariamente crítica, que cultivan diversos grupos de reflexión y discusión política que no necesariamente forman parte de los cuerpos políticos organizados como partidos. Así, se da pie a la fragmentación de la comunicación política y al enrarecimiento del discurso público, incidiendo directa y negativamente sobre intercambios políticos que tendrían que ser de cooperación y colaboración entre las partes.
Por ello, si el discurso del poder constituido no se inscribe expresamente en un contexto necesariamente diverso, contradictorio y confrontado, como tiene que serlo en democracia, es imposible que aspire a ser discurso hegemónico. Tendrá que recurrir cada vez más, lo quiera o no, al ejercicio de la dominación y hasta de la fuerza, para mantener algún tipo de gobernanza del Estado y la sociedad.
Condiciones indeseables, de hecho, adversas, si de lo que se trata es de construir conexiones cooperativas de y entre las fuerzas políticas y sociales del país, indispensables para evitar que tanto la economía como la propia política vayan a la deriva…Hasta que las pulsiones corrosivas se nos encaramen y entremos a la cuarta
frustración.