l pasado fin de semana, en la zona de la frontera entre Honduras y Guatemala, tuvieron lugar enfrentamientos entre grupos de migrantes que intentaban transitar por el segundo de esos países desde territorio del primero; las autoridades guatemaltecas reportaron un saldo de 15 efectivos policiales y militares lesionados, pero no informaron acerca de heridos entre los viajeros. Según la versión oficial, el conflicto se originó porque los migrantes pretendían ingresar sin contar con los documentos requeridos: cédula de identidad, certificado de vacunación contra covid-19 y una prueba negativa del virus; tras afirmar que 36 personas fueron deportadas a Honduras por no contar con esos papeles, en tanto que a otras 10 se les permitió el ingreso, el director general del Instituto Guatemalteco de Migración, Carlos Emilio Morales, señaló: Estamos protegiendo la salud de todos los guatemaltecos
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Es claro, sin embargo, que los controles fronterizos orientados a mitigar la expansión de la pandemia en curso son sólo un aspecto menor y coyuntural de un problema mucho más complejo: el flujo migratorio que se origina en las naciones centroamericanas hacia Estados Unidos, que necesariamente pasa por nuestro país y que seguirá existiendo con o sin crisis sanitaria.
Países tanto de origen como de tránsito de migrantes, Guatemala y México se encuentran atrapados entre un fenómeno de salida masiva de población que no tiene solución posible en lo inmediato y las presiones del gobierno de Estados Unidos que buscan imponer una suerte de tapón migratorio lejos de sus propias fronteras.
Es pertinente recordar que Joe Biden, quien llegó a la Casa Blanca ofreciendo flexibilizar y humanizar las políticas antimigratorias de su antecesor, está próximo a cumplir un año en el cargo presidencial y, sin embargo, la frontera sur de Estados Unidos sigue operando, en lo que a migrantes se refiere, prácticamente igual que en la administración de Donald Trump: con una negativa rotunda, disfrazada de lentitud burocrática, a recibir a los miles de personas que huyen de la violencia, la miseria y la ruina social que han dejado en diversas naciones de Centroamérica y del Caribe las propias intervenciones políticas, económicas y militares estadunidenses. Para colmo, las barreras contra la migración constituyen una total hipocresía, habida cuenta de que la economía de la superpotencia tiene una necesidad estructural de mano de obra extranjera.
Es claro, pues, que en el momento actual la solución a la crisis migratoria depende de Washington: en la medida en que Biden empiece a cumplir su promesa de remplazar la fobia trumpiana con una estrategia humanitaria en materia de migración, para México y Guatemala sería factible establecer rutas relativamente seguras y rápidas para permitir el paso de los cientos de miles que buscan llegar a territorio estadunidense.
En cuanto a la solución de fondo, que consiste en erradicar las causas profundas de la migración, también depende de que el gobierno de Washington se comprometa en un verdadero rescate de las economías centroamericanas y de Haití, las cuales siguen resintiendo el efecto del prolongado y devastador intervencionismo estadunidense. México ha propuesto un conjunto de medidas concretas para iniciar ese rescate, que debería ser tomado con tanta seriedad, guardando las proporciones, como el Plan Marshall, que permitió la reconstrucción de la Europa occidental devastada por la Segunda Guerra Mundial.