l término polarización lo han adoptado como queja y crítica los opositores del gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Esa oposición la generan, fundamentalmente, los grandes empresarios nacionales y extranjeros que operan en el país y a los cuales dan sustento sus organizaciones gremiales. Su voz la magnifican los medios emparentados con sus intereses, los intelectuales patrocinados por ellos, los funcionarios que abusan de instituciones autónomas en las cuales se pertrechan (el INE, ciertas unidades educativas privadas y públicas) y, por supuesto, las dirigencias, gobiernos locales y ex presidentes de los partidos que fueron desalojados del poder y de sus privilegios gubernamentales en 2018.
Desde Salinas de Gortari, los presidentes de los gobiernos que precedieron al actual, no fueron criticados en ese sentido. Hay que empezar por preguntarse por qué.
Esos presidentes procedieron según la interpretación del Consenso de Washington, la política que Margaret Thatcher y Ronald Reagan acordaron imponer, de inmediato, a los países de mayor fragilidad económica y política. A principios de los años 80 se indujo la crisis de la deuda cuyos asfixiantes efectos para nuestras economías aún estamos pagando los países latinoamericanos. Y a ellos nos sujetaron los firmantes de los tratados comerciales de orden internacional.
Esa interpretación resultó en monstruosas ventajas para los principales dueños del mercado. En México, gracias a la corrupción reinante, los presidentes, siempre que privatizaron activos, se pusieron como parte de la transacción. Algunos, gracias a un pacto mafioso regido por una suerte de ley del silencio, que hicieron respetar a su sucesor anuente y próximo cómplice de ese pacto, no tuvieron que esforzarse demasiado para imponerlo a la burocracia bajo su mando. Otros hicieron público su papel abyecto y de traición a la patria, apareciendo como asesores empleados por las empresas beneficiadas con las privatizaciones. Y se dedicaron a venderles, a cambio de muy diversas prebendas, la información estratégica que, por su condición de jefes máximos del hemisferio público del Estado, fue puesta en sus manos.
Los principales dueños del mercado que no entraron directamente en las transacciones fueron compensados de muy onerosas maneras para los trabajadores y, en general, para el pueblo y gobierno de México: rescate de sus deudas y ahorros
, condonación de impuestos, contratos opacos y sobrefacturados, depredación de los recursos naturales, la calidad de vida de la mayoría y el ambiente. Y por supuesto, para la soberanía nacional. ¿No la Cámara Internacional de Comercio forma parte de la oposición a la reforma eléctrica? Mejor que vuelva la United Fruit.
Las concesiones de explotación extractiva en yacimientos mineros y fuentes energéticas, de orden agrícola, industrial, comercial, de la construcción, de control de vías de comunicación se vinieron a convertir en un gigantesco saqueo por el ya famoso uno por ciento de la población. Según la SHCP, ese uno por ciento concentra 59 por ciento de la riqueza producida en el país ( La Jornada, 26/3/21). Así, no es asombroso que México sea uno de los países más desiguales del planeta.
Los dueños del mercado nada han opinado sobre las condiciones que esos presidentes y sus gobiernos le heredaron al actual. Y no hay medios ni periodistas que les hagan las preguntas pertinentes.
Pese a los dos monumentales fracasos del mercado, el del siglo XIX y el de las siguientes décadas del siglo XX, que originó, además, dos guerras mundiales, y el de la etapa neoliberal (1980 a nuestros días), sus dueños insisten en que la libre empresa asegura una óptima distribución de la riqueza. En razón de su naturaleza –dicen–, pues es mejor administradora de los medios de producción, circulación y gasto, que el gobierno. Cuarenta años de capitalismo expansivo a costa del ingreso, la alimentación, la salud, la seguridad social y otros derechos de los trabajadores niegan rotundamente tal afirmación.
Eso no lo asumen y, claro, lo callan los dueños del mercado y sus congéneres de más abajo, los gobiernos y partidos que les hacen el caldo gordo, los medios y los intelectuales que contribuyen a esto mismo. Y no sólo lo callan, sino que atribuyen sus efectos al gobierno lopezobradorista. Por cinismo no queda.
Lo que López Obrador dice –y les dice– en sus mañaneras señalan como la causa de la polarización. Él la provoca. Pero no es así, sus declaraciones los mantendrían en la mayor despreocupación si el Presidente fuera, como sus antecesores, un socio en potencia. Lo verían como a un Mr. Simpatía, pues sus palabras no se traducirían en hechos.
Sus ataques, rabietas y maledicencias no tienen otro propósito que impedir medidas que puedan ir más allá de las que los gobiernos posrevolucionarios fueron capaces de tomar. Y, si es posible, doblar la apuesta por un gobierno que siga la huella de su vuelco al neoliberalismo donde presidentes y dueños del mercado marcharon codo a codo. Como lo hicieron durante cuatro décadas.