lena Poniatowska escribe porque no tiene otro camino. Escribe un día y otro también; corre a la calle, hace preguntas y escribe. Muchas tardes ha querido escribir un cuento o empezar una novela, pero la jala la entrevista o la crónica y así va de denuncia en protesta, de testimonio en registro.
Vive ensordecida por el sonido de las teclas, pero también, nos dice, por otro más irritante: el de la denuncia cotidiana. El tecleo de la máquina entonces se vuelve estridente y parece estar trepada en una locomotora sin saber a qué estación llegar
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Se acostumbró tanto a escribir sobre otros que le cuesta trabajo escribir sobre ella.
Todo eso me revela el segundo tomo de El amante polaco, esa historia del último rey de Polonia que fue amante de Catalina La Grande y el ancestro más notable de la autora de La noche de Tlatelolco.
La vida de Elena, como en el primer tomo, se entrevera con la de Stanislaw Poniatowski. Uno y otra coinciden en el amor por la cultura y aunque comparten un profundo sentido de la justicia social, los separa el que ella nunca haya aceptado un cargo público y su ancestro aceptó el cetro y la corona.
–¿Por qué dices que escribir El amante polaco te transformo?
–Voy a cumplir 90 años y desde 1953 me dediqué a hacer entrevistas (debo tener unas 10 mil). De repente me dije, y yo quién soy y no para volverme protagónica, no fue mi intención, sino pensé en mi padre que fue un héroe de la Segunda Guerra Mundial y en mi mamá que también manejó una ambulancia. Tengo fotografías de ella uniformada.
–Pasaste la infancia con tus abuelos.
–Sí, mi hermana y yo estuvi-mos con ellos. Vivimos una in-fancia bonita. Mi abuelo me enseñó a leer y a escribir y no se preocupó por mi hermana porque era muy bonita. Enton-ces se decía que lo que salvaba a las mujeres era su belleza.
–Tu abuelo, amigo de Debussy, también te enseñó algo que consignas en tu libro: la cortesía. Cuentas que un día una familia que ayudaba a tu abuelo los invitó a comer y en la comida viste cómo tu abuelo sorbia la sopa. Al terminar la comida le preguntaste a tu abuelo por qué había hecho eso y él te regaló una verdad de oro cuando te dijo que la cortesía es hacer lo que tu anfitrión hace. Después haces una reflexión sobre la escritura y la cortesía. ¿por qué hay que ser cortés al escribir?
–Porque la gente en general siempre tiene la esperanza del reconocimiento, la esperanza del buen trato, la esperanza de la sonrisa, de la cercanía. Eso empieza de inmediato si eres cortés. Es mucho mejor dar cariño que altanería. Hay que decirle al otro tú y yo somos lo mismo, somos hermanos, hacemos lo mismo aunque mis condiciones pueden ser mejores que las tuyas. Creo muchísimo, aunque se escuche cursi o parezca que estoy rezando, en la fraternidad, en querer al otro. Además, lo llevo en mi apellido. ¿Recuerdas lo que decía la tía Pita Amor que estaba muy loca?
En mi apellido, en mi apellido llevo mi esencia, Guadalupe Amor
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–En El amante polaco nos cuentas la historia del último rey de Polonia, pero también la vida en México de medio siglo. Una época muy rica culturalmente.
–Sí, fue una época muy rica, con Diego Rivera, con David Alfaro Siquieros detrás de los barrotes, con Guadalupe Amor, con María Félix, que decían que tenía voz de sargento, pero conmigo fue supersimpática. Dolores del Río era una maravilla de señora y de belleza perfecta.
Un periodo más creativo que ahora. Más espiritual que el de hoy a pesar de todas las facilidades tecnológicas que tenemos. Había personajes como el Dr. Atl con su blancura, sus volcanes, el amor a la naturaleza y a ese otro personaje, Nahui Ollin; Diego con Lupe Marín, Diego con Paulette Goddard, que vino de Hollywood. México era como un fuego de artificio. Todo estallaba y lo que estallaba era bello, hermosísimo.
Elena también me dice que deberíamos, de manera decidida, apoyar a la ciencia pues no basta hacer el mejor mole del mundo, ni los frijoles negros más ricos, que lo mejor de México es la universidad, que no se valen las críticas a las instituciones de educación superior. La conversación es larga, el espacio corto.