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Relatos del ombligo

La mano de nuestra Merced chilanga

C

omo cada año en diciembre, el barrio de la Merced recibe a gran cantidad de visitantes, mucho más que durante cualquier otra temporada; pocos lugares ofrecen tanta oferta para comprar aquello que dará forma a las celebraciones con las que, sin importar que realmente no se conozca la fecha, se celebra el nacimiento de Jesús y también se despide al año que se va para, instantes después, recibir al que llega.

La Merced cuenta en sus calles y mercado con todo tipo de formas, sabores y colores con los que los mercaderes se desquitan de que Jesús los expulsó del templo hace unos 2 mil años, y han convertido su fiesta de cumpleaños en una gran venta con la que se busca que el sentimiento entre una persona y otra se mida a través de la calidad de un regalo. Pero antes de que llegaran a México los árboles de Navidad, los nacimientos y luego el repartidor de una refresquera que en su trineo dice traer regalos nada más para los que se portaron bien, la Merced ya contaba con una importante actividad comercial, debido en mucho a su ubicación privilegiada desde la época prehispánica, el corazón de la ciudad. Pero, ¿sabe porque se llama la Merced?

Cuando del otro lado del Atlántico, por ahí del año 1200, los cristianos que querían recuperar Tierra Santa eran tomados como prisioneros por el enemigo, una orden religiosa se dedicaba a rescatarlos, se trataba de la Orden Real y Militar de Nuestra Señora de la Merced y la Redención de los Cautivos, los mercedarios, quienes años después llegaron a México acompañando a Hernán Cortés en la persona de fray Bartolomé de Olmedo.

A finales de 1500 se les permitió asentarse en la Ciudad de México, por lo que la orden compró un predio y construyó su convento, el de Nuestra Señora de la Merced, lugar que se convirtió en centro de cohesión para un barrio pobre y necesitado que, a pesar de ello, contaba con hermosos retablos y era de gran opulencia, algo contrario al dicho que tanta razón tiene y que dice que la ocasión hace al ladrón; así que por andar mostrando esas riquezas terrenales, un malandrín de nombre José y apellido que hoy tendría más estigma que el propio barrio: Salinas, se dio cuenta de que el cáliz, los platos, la campana y otros objetos que se utilizaban durante la misa eran de oro macizo con incrustaciones de piedras preciosas.

Salinas vio en esos objetos la posibilidad de dedicarse a una vida de lujo y diversión sin tener que trabajar, por lo que decidió robarlos, pero para hacerlo necesitaba de, al menos, dos secuaces, ¿dónde encontrarlos? Entró a la primera taberna que encontró, donde identificó a un par de sujetos que tenían fama de ser delincuentes inescrupulosos. Se presentó con ellos, pidió ser invitado a la mesa y expuso su plan. Resultó que el desalmado par, con varios golpes y más de un difunto en su haber delincuencial, no tuvo la osadía para cometer tal sacrilegio, por lo que José decidió dar el golpe solo.

Una tarde se escondió en el interior del templo y espero a que lo cerraran, ya en la madrugada salió de su escondite para dirigirse al altar y extraer su botín, pero como era tarde el hambre lo atormentó, entonces decidió, como si su osadía no fuera poca ni su falta de respeto suficiente, comerse las hostias que esperaban la misa de la mañana siguiente y, ya entrado en bocados, también se bebió el vino de consagrar. En estado etílico consagratorio salió del templo y, más preocupado por la posible venganza divina que por ser descubierto, se dirigió a vender el fruto de su saqueo.

Una vez despachado el botín, poco prudente fue José Salinas al cambiar su estilo de vida de un día para otro; se compró una espada, ropajes y un caballo, y bien montado, vestido y armado, se la vivió unos días dispendiando en las tabernas. Tanto lujo lo delató: las autoridades, al ver que José tenía aparentemente de la nada recursos ilimitados, iniciaron averiguaciones que dieron con los compradores del saqueo, por lo que detuvieron a Salinas en un taberna mientras bebía. Lo sentenciaron a morir ejecutado, pero no sin antes cortarle la mano de un machetazo.

La mano fue conservada en el convento como advertencia, y ahí permaneció hasta que el tiempo, pero sobre todo los bichos carroñeros que sobrevuelan mustiamente hasta encontrar el mejor momento de morder, hicieron de aquella mano ladrona nada más polvo. Fue sustituida por otra de bronce que durante la Reforma desapareció, por lo que nuevamente fue remplazada por una que, si usted camina en la esquina de Jesús María y Manzanares, podrá apreciar como adorno en una casa que es conocida como la de la manita.