Me impresionó mucho la miseria, tanto que me enfermé... era abogada y decidí ayudar
Miércoles 22 de diciembre de 2021, p. 5
En 2019, punto de cumplir 99 años, la abogada María de Jesús de la Fuente Casas ofreció una entrevista a La Jornada para hablar de su más férrea convicción: ayudar a los necesitados a que tuvieran una mejor vida.
Reproducimos aquí la charla con Jesusita, como la llamaban sus amigos. Fue compañera de vida del muralista Pablo O’Higgins (1904-1983), reconocida por haber implementado en México la primera defensoría de oficio para mujeres en los años 50 del siglo pasado.
La abogada acababa de recibir en esos días (5 de marzo de 2019) un reconocimiento entregado por la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, por ser pionera en la defensa de los derechos de las mujeres y acceso a la justicia.
De una lucidez y memoria envidiable, compartió con este diario los recuerdos de aquellos años en los que hizo suya la bandera de ayudar a los más pobres, desde que era pasante de la carrera de leyes, en Monterrey, tiempos en los que su padre, quien participó en el reparto agrario de Lázaro Cárdenas en Nuevo León, le enseñó que las cosas se debían hacer siempre bien y para el bien de todos.
Narró que cuando fue pasante de derecho, ‘‘el abogado Octavio Treviño, quien había sido rector de la Universidad Autónoma de Nuevo León, me invitó a su despacho para que colaborara con él. Ahí conocí a una señora muy amable, ya grande, que le ayudaba a cuidar a su hija. Ahora pienso que ella debió ser miembro del Partido Comunista o militante de alguna agrupación política progresista, pues un día me invitó a conocer una colonia ubicada en el lecho del río seco de Monterrey, alejada del centro de la ciudad.
‘‘Ahí vivían familias, con niños pequeños, entre la basura. Me impresionó mucho la miseria, no estaba acostumbrada a eso. Me impresionó tanto que me enfermé, me quería ir a mi casa. Eran pepenadores. Días después uno de ellos me fue a buscar porque sabían que era abogada y querían un consejo, inmediatamente lo recibí y decidí ayudarlo.
Indefensión y miseria
‘‘Monterrey siempre ha sido una ciudad industrial. Para los obreros a veces se hace muy pesada la carga de la familia y la abandonan, dejando a las mujeres solas con los hijos. En aquellos años, ellas venían a contarme sus penas. Eran personas muy pobres, mi mamá les daba para el camión, cinco centavos para que se regresaran a sus casas.
‘‘Al ver tanta miseria y la indefensión de esas mujeres, que siempre estaban llorando, comencé a hacer sus defensorías. Algunas eran muy peleoneras. Para defenderlas necesitaba sus actas de estado civil, las primeras veces que las solicité en las oficinas de gobierno me las dieron con facilidad y gratuitamente, pero las siguientes me dijeron que debía pagarlas. Me negué y fui a ver al gobernador Arturo B. de la Garza; le expliqué que necesitaba las actas gratis, él me preguntó por qué, le respondí que ayudaba a personas pobres y no había una defensoría de oficio para mujeres.
‘‘Él me respondió que sí existía una, a lo que le contesté: ‘sí, pero es penal, y yo estoy pensando en una defensoría de oficio, civil’. De la Garza me pidió que le hiciera un proyecto. Ahora me da pena pensar cómo me atreví a hacerlo, porque era muy romántica y en aquel tiempo leía muchas novelas rosas autorizadas por la moral cristiana, entonces, en las audiencias, les hablaba muy bonito a las parejas que se querían separar y me decían: ‘abogada, en su despacho estamos muy contentos de vernos, pero llegamos a la casa y vuelve a ser lo mismo, ya no podemos vivir juntos’.”
Orgullosa y audaz
María O’Higgins detalló que el común denominador ‘‘eran casos para pelear pensión alimenticia o denunciar abandono de personas, divorcios casi no. A mis colegas les interesaban otros problemas, casi no se involucraban en mi proyecto, éramos muy independientes.”
–María, usted le cambió la vida a muchas de esas mujeres.
–Sí, todavía muchos años después, cuando iba a Monterrey, llegaban las señoras a visitarme. Tuve muchísimos casos, por ejemplo el de un maestro al que demandé y cambió no sólo de trabajo, sino de dirección. Pero conocí a Jaime Torres Bodet, quien era secretario de Educación, hablé con él e inmediatamente localizaron al maestro y se dio la orden de que de su sueldo debía dar la pensión alimenticia.
Una enorme sonrisa llenó el rostro de Jesusita cuando contó a La Jornada que en los tribunales se cuidaba el honor de las jóvenes litigantes: ‘‘el Ministerio Público siempre me mandaba puros delitos patrimoniales, ninguno sobre atentados al pudor, ¡era imposible! Mucho menos casos de divorcio con acusaciones de adulterio, pero los juzgados penales estaban en la penitenciaría; a veces pedíamos ver al reo que nos tocaba y me sentía orgullosa y audaz de hacerlo.
‘‘Era fácil litigar, pues los jueces eran nuestros maestros de la universidad y la ética era otra. Hoy vivimos en una sociedad enferma y no hay medicina suficiente, pero todos debemos cooperar, aunque no seamos médicos.”