a humanidad moderna da muchas cosas por sentadas. Así, la posibilidad de conocer
piezas de arte es un hecho, y si decimos Mona Lisa todos saben de qué se trata, la sonrisa enigmática y demás. Pero no siempre fue así. Esta inmanencia de la imagen (que para las esculturas y relieves cuenta ahora con 3D) es un fenómeno relativamente contemporáneo. Un siglo atrás dio tiempo de atraer la atención vehemente y materialista de Walter Benjamin, fascinado ante la nueva reproducibilidad del arte. Ocurrió del mismo modo con la música; hubo un tiempo en que no existían ni la reproducción ni la emisión a distancia de sonidos. Sí, hubo un tiempo en que la vida era literalmente presencial y, por ende, la experiencia de las artes.
Gracias a la imprenta es posible copiar limitadamente ciertas piezas, pinturas, esculturas, ruinas clásicas en las páginas del libro posterior a Gutemberg. La palabra escrita se reproduce masivamente hace más de 500 años. Se accedía de leídas al David de Miguel Ángel y los frescos franciscanos de Giotto. O mediante las reproducciones fieles cuando aún no existía lo que Umberto Eco llama el fetichismo del original
. En cierto sentido vivimos en la época más afortunada de la historia. Una mayoría humana puede acceder a la contemplación del arte a escala global, en cualquier momento, o de manera simultánea; un subproducto de la inmediatez informativa que reina y nos posee en un arrebato de imágenes incesante y devorador.
La posibilidad universal de ver el arte plástico se debe, hay que reconocerlo, a la fotografía, que fijó su método a finales del XIX. La pintura es reproducible (desde las viejas postales coloreadas a las actuales visitas virtuales a museos y galerías) gracias a la fidelidad fotográfica. Pero esto es pasado, ya fue. Nuestro presente, el futuro de todo aquello, entonces era a lo más un sueño.
Un parteaguas pedagógico lo debemos a John Berger con sus presentaciones televisivas desde los museos para entender el arte a través de la BBC. Sus conferencias (Modos de ver, 1972) se volvieron libro de texto escolar en Gran Bretaña y otros países, y sus videos siguen siendo apasionantes hoy, cuando más aumentan los recursos para presenciar el arte visual sin la necesidad de hacerlo de manera presencial.
Todos recordamos el momento de tener enfrente un Caravaggio original, un Durero, un Schiele, y si no fuera por los guardias, los hubiéramos tocado. Fue necesario viajar para visitar el Louvre, la Tate, los Uffizi, el Metropolitan, a menos que las piezas hicieran temporada en nuestros museos. Clonado y todo, nada se compara al original (¿fetichismo?). Los museos resguardan el arte en un desorden que irritaba a Paul Valéry (las obras se devoran una a otras
), en galerías, templos, palacios.
Los mexicanos inauguran algo nuevo después de la Revolución: el arte público de gran valor dirigido a las masas, teniéndolas incluso como sujeto histórico, alegórico o anecdótico. De un siglo para acá, podemos ver en directo los murales, grabados y esculturas de los Orozco, Rivera, Siqueiros, etcétera, gran arte más allá de su contenido propagandístico y fuera de los templos.
La pandemia cambió las reglas, si bien aprovechando recursos técnicos anteriores al confinamiento y cierre de museos, galerías y espacios públicos. Se nos ofreció la posibilidad gratuita de recorrer casi presencialmente los espacios y el arte que contienen donde se hallan físicamente. Ya llevaba rato la discusión de qué hacer con los museos ante la masificación y trivialización de la concurrencia, y la dificultad de exhibir las piezas sin que las salas parecieran andén del Metro o Centro Comercial, y la gente autorretratándose.
Como en tantas otras materias, tenemos además una proliferación exponencial de creadores y creaciones plásticas que devoran las paredes y las redes. Millones de lienzos, tableros, hojas y nuevos materiales inmateriales ofrecen originales y copias indistinguiblemente. De aquí abrevan las múltiples opciones híbridas, performanceras, instaleras, paisajes intervenidos, montajes audiovisuales e interactivos. Contamos con un caleidoscopio de posibilidades tanto creativas como de contemplación. La accesibilidad del arte por Internet es algo estrictamente contemporáneo. Ya no necesitamos bibliotecas, salas de cine, aulas ni museos.
¿Es anacrónica la experiencia presencial? ¿O, como la experiencia sexual o deportiva, el teatro o la música en vivo, resulta insustituible? La reapertura de los museos que tanto queremos, aunque con carteleras un tanto débiles, es una buena noticia, un gusto para los ojos, que volverán a agradecerlo.
Esto no evita la incógnita que ya veníamos arrastrando años atrás: ¿qué hacer con los museos? ¿Seguirán siendo reservas ecológicas de la belleza, o viajarán a los estudios y las salas del hogar (algo no necesariamente saludable para la creación, aunque de gran utilidad política)? ¿Caminamos hacia una transfiguración o una trivialización terminal del arte? Es probable que sean las dos cosas.