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No sólo de pan...

De respeto que valoriza al prójimo

N

uestro prójimo más próximo son los mexicanos, solía decirnos mi padre cuando nos repetía que la ética social se basaba en compartir el bienestar y los beneficios sociales sin discriminación. Y, cuando más tarde aprendí de la lectura de los clásicos marxistas que la única moral posible es la que basa el contrato social en que cada quien aporte según sus capacidades y cada quien reciba según sus necesidades, me quedó grabada casi corporalmente la conducta a seguir en la vida. El problema es que, si me tocó vivir una juventud revolucionaria, el medio en que maduré ya era masiva y pasivamente colonizado por la superioridad de las tecnologías y la lógica de la monetarización, en otras palabras: el capitalismo en su fase más agresiva neoliberal, donde es incuestionada la superioridad de la economía sobre la sociología y la antropología, figura como una rémora del conocimiento o si acaso una especialidad en la conversión de la cultura en mercancía.

Ciertamente, no me convencieron estos nuevos paradigmas, pero sí paralizaron la práctica política en los de mi clase social. Hasta que hoy, en una sociedad más libre, donde las controversias traen una nueva luz que revela de manera deslumbrante dónde nos equivocamos y perdimos el rumbo, podemos identificar que la verdadera pérdida de los bien intencionados de la juventud fue el respeto por los saberes del prójimo, la escucha y la respuesta estimulante y productiva, en vez de creer que todos poseemos La Verdad intentando imponerla con la mejor buena fe, pero los peores resultados. La prueba, en el tema que nos ocupa, ensalzamos las culturas originarias y se las colgamos a la Patria con un orgullo deseoso de encontrar su peso en la raigambre prehispánica, cuando en realidad somos incapaces de reconocer en sus creadores ancestrales, y por ende en sus sustentos vivos de hoy, el conocimiento que hubo de desarrollarse durante al menos 10 milenios, y no sólo creemos que cumplimos ética y socialmente cuando formamos jóvenes en los conocimientos de la escuela de la llamada Revolución Verde de Norman Borlaug, sino también enviamos al campo promotores que van a enseñar a los campesinos de nuestras diversas etnias cómo hacer corrales para guajolotes e invernaderos para jitomates, sembrar hortalizas, meter arados y bovinos para sembrar maíz y frijol separados, fertilizar el suelo, usar herbicidas y plaguicidas, aprender a usar el agua, tirar los nopales viejos que resguardaban las milpas de antes..., entre otras prácticas superiores en las que supuestamente nos volvimos expertos, cuando en realidad enseñamos a desaprender los conocimientos milenarios y, con ello, enseñamos a pisotear la autoestima y a marginar a los sabios portadores del verdadero conocimiento de su propio entorno natural.

No sabemos si el proyecto agrícola de la 4T comprende consciente y deliberadamente estas prácticas de destruir el saber ancestral para sustituirlo por las tecnologías modernas tan cacareadas. Lo que sí sabemos es que conforme avanzan las buenas intenciones se va destruyendo un patrimonio inmaterial invaluable, porque es lo único que daría viabilidad a la supervivencia de un pueblo bien alimentado y saludable, autosuficiente y soberano en cuanto a su sustentabilidad alimentaria. Sin contar con que la política agraria en vigor sigue destruyendo, conscientemente o no, la autoestima de una clase social campesina mayoritaria, paupérrima y en éxodo constante de sus tierras, como si los expertos del tema que colaboran en esta política fueran sus peores enemigos y su único fin fuera acabar con sus posibilidades de desempeñar un papel histórico revolucionario.

Un papel histórico que sólo necesita el reconocimiento de sus saberes y su libertad de transmitirlos a las nuevas generaciones, mostrando nuestro respeto a sus personas e interés en aprender y consignar en manuales prácticas en vías de desaparición que, sin duda, son las del futuro, como la única salvación política, moral y económica de un país instalado confortablemente en 95 por ciento neoliberal, perteneciente desde ya al pasado, y 5 por ciento de buenas intenciones.