as redes y las comunicaciones en línea han dispersado lo corpóreo y sirven como la Gran Aspirina para aliviar la pandemia y sus secuelas. Ese no poder reunirnos que tanto nos reúne
como si nada con gente al otro lado del océano, más allá del ecuador o a tres estaciones del Metro. Cerca y lejos se volvieron relativos. Para muchos, ni caso tiene discutirlo.
En algún momento cruzamos la frontera entre pasado y futuro. La humanidad entera. Ocurrió como temían las ficciones de porvenires distópicos y alternos. El Brave New World está aquí. A los occidentales la transición nos distrajo con películas y cuentos, ya no de galaxias remotas, sino de variantes muy ingeniosas del infierno inminente. Nos entretuvieron. Mientras, en el orbe islámico se incrementó la ilusión de un paraíso a través del rencor y la cohesión de los condenados de la Tierra. El futuro que vislumbra no es distópico, es creyente y sin sentido del humor.
La Tierra misma se manifiesta. Ya no es la de antes. Inquieta, desequilibrada, expuesta a climas encontrados y comportamientos humanos persistentemente destructivos que pueden ser cosa de religión, de credo político, de necesidad de sobrevivencia, de consumismo, de vacío existencial, de resentimiento. Luego ya ni se distingue.
Una humanidad dominada por quienes promueven o practican alguna forma útil de genocidio y ecocidio. Cuántas guerras locas del presente y el pasado último han servido para despoblar territorios, desanimar poblaciones y ponerles encima complejos turísticos, zonas industriales, plantas agropecuarias que rayan en los monstruoso, minas, generadores de energía masiva. Y chau la gente, los idiomas que se hablaban en el mundo que era.
Y para los respondones, los que se resisten: desprestigio, represión, un balazo. Esos que no aceptan trocar por oro, petróleo o litio sus corales, cenotes y manantiales, las afluencias prístinas que les quedan a las vastas cuencas del Amazonas y el Usumacinta, las tierras preñadas de milpa, patata y yuca, de grandioso pasado arqueológico por descifrar, de mantos freáticos que son la envidia de las ciudades en el corazón de todos los continentes.
No es lugar común ni sobra repetirlo: los guardianes que verdaderamente le quedan a la humanidad extraviada son los pueblos originarios y las regiones campesinas. En América podemos verlo en muchas partes. Los poderes políticos y económicos, y a fin de cuentas las necesidades consumistas y de confort de las sociedades urbanas, contribuyen a minarlos, dividirlos, dispersarlos, asimilarlos o eliminarlos. El público consumidor trata de no enterarse, o de no asociarlo con sus propias pulsiones de bienestar o la presunta confirmación de sus creencias.
En el fondo, este público necesita
ese acueducto para sus albercas y grifos, ese rendimiento en sus inversiones, esa cantidad de vaca muerta o semilla intoxicada, esa devastadora fuente de energía para los instrumentos que hacen más cómoda la existencia. Hay una complicidad tácita de las sociedades dominantes que no se asumen coloniales pero lo son hasta la médula; justifican el arrasamiento de los originarios invisibilizados como pobres a redimir. Si en el pasado fue una acción común bastante estúpida de los imperios (como quien mata bisontes desde un tren en marcha), de un tiempo a esta parte la sabemos suicida. La humanidad bajo el capitalismo insiste en pavimentar sus autopistas al agujero.
Para salirse con la suya, a los poderes les estorba la organización de los que no se dejan. Siempre fue así. Cuando los presidentes (panamericanamente hablando) asocian las resistencias de los pueblos con los enemigos y rivales políticos o económicos de sus regímenes y con los intereses de la burguesía, hacen trampa y mienten. Les resultó muy conveniente la distancia objetiva que las redes promovieron y la pandemia atizó. Se desmovilizaron las resistencias.
Hay en el universo un globo en problemas: el terráqueo. ¿Estamos adormecidos? ¿No entendemos su alcance? La inflación informativa nos ha vuelto insensibles, nos tiene anestesiados, como ocurrió con la embriaguez de números, millones y trillones durante la inflación alemana de hace casi un siglo, descrita por Elias Canetti en Masa y poder como antesala del fascismo: especies animales o vegetales que se esfuman, lagos que se secan, enfermedades que se estrenan en nosotros, años que quedan de agua en la tierra y de hielo en los polos, la catastrófica proclividad de termómetros y barómetros por dar registros de calor, frío, sequía, inundación o incendios a escala nunca antes vista. Los pronósticos son que esto siga y aumente.
Pero vamos en caballo de hacienda, tecnológicamente hablando. Vamos tendidos, dueños de los medios de producción de nuestros sueños inducidos. No olvidemos que el Apocalipsis judeocristiano y el sacrificio sagrado islámico implican la creencia de que después de la muerte todo será mejor y más bonito. Así que no importa si este plano se acaba. Nos espera el jardín de las delicias.