ecién electo Andrés Manuel López Obrador como presidente, en una importante universidad autónoma hubo una reunión como las que seguramente se dieron en otras instituciones. El resultado de la elección era esperado e incluso bienvenido, pero preocupaba que llegara una etapa de recortes presupuestales y de políticas agresivas desde la Federación. Tan fuerte era la sensación de estar pisando un terreno nuevo y desconocido, distinto al ya naturalizado del libre comercio, que el rector decidió invitar a la reunión a una estudiosa de la educación hasta entonces mal vista por sus posturas críticas respecto de las autoridades y de la universidad que construían.
En un momento de cambio drástico del panorama, ella aparecía como una sabia guía y conocedora. Y no era de Morena. Y fue pródiga en sus comentarios. Planteó como erróneo y hasta contraproducente asumir una postura meramente defensiva y conservadora. No prever y descartar de entrada cualquier modificación por iniciativa propia, era algo que volvería muy vulnerable a la institución. La expondría a presiones y cambios desde fuera.
El nuevo contexto le daba la posibilidad de cambiar, no por oportunismo ante un nuevo régimen, sino a partir de que ahora, en un ambiente de expectativa social amplia, era más claro y más fácil modificar los cuestionables rasgos del modelo de universidad generado desde la década de los 90. Y puso como ejemplos de posibles iniciativas, las siguientes: revisar y redistribuir el presupuesto eliminando rubros suntuarios, bonos y apoyos a las autoridades; reducir las becas y estímulos de los académicos y buscar que se integraran al salario.
Propuso que con todos esos ahorros se ampliara la matrícula. Además, sustituir los exámenes estandarizados por procedimientos menos agresivos, más justos y no discriminatorios; diseñar una ruta para ir contratando de manera definitiva a trabajadores académicos con lustros o décadas de precariedad en la institución; acortar los extremos de la nómina (originalmente el más alto ingreso de un académico equivalía a cinco veces el más bajo de la institución, pero en la citada década de los 90 la relación pasó a 15 veces).
Revisar planes y programas de estudio y de investigación junto con los docentes, estudiantes y grupos y comunidades locales, a fin de reorientar las profesiones e investigaciones, así como la difusión cultural con un profundo sentido social; declarar gratuita a la institución y a todos sus nuevos servicios de extensión universitaria, establecer la total transparencia institucional y una amplia y decisiva participación de estudiantes y trabajadores –académicos y administrativos– en el rumbo de la institución. De tal manera que más que ser determinada desde fuera, la llamada transformación
se diera a partir de una reactivación de la energía de las propias universidades y a partir también de los términos históricos de las luchas de estudiantes y trabajadores académicos. Cuenta ella que cuando terminó su intervención, hubo un silencio sepulcral y, agrega con una sonrisa maliciosa, nunca más volvió a ser invitada.
El resto de la historia es conocido. Los rectores se contentaron con la promesa de que se les mantendría el valor real de los subsidios, pero nunca convocaron o iniciaron una revisión mínima y crítica de sus instituciones y desdeñaron la energía que les ofrecían las expectativas sociales tan amplias y profundas de un cambio respecto de la educación. Dejaron así que la revisión y crítica la hicieran otros. Y que fueran también otros los que entonces comenzaran a tomar decisiones. Y así, la Ley General de Educación Superior encajona por igual a universidades privadas y públicas, las trata como iguales y las somete a la centralista y vertical coordinación
de la SEP.
Además, convierte a rectores y consejos universitarios en responsables directos del derecho a la educación de los jóvenes ante los tribunales civiles. Ante los laborales, los coloca como causantes de la precarización académica. Y está en las instancias de derechos humanos, la discusión y destino de los exámenes de admisión. Hasta la Fiscalía General de la República está hoy habilitada como vigilante de lo que ocurre en las universidades y ahora se la ve como más ajena que nunca. No por rebelde contra la injusticia, sino por desentendida del mar de necesidad del conocimiento que le rodea.
Y, para gusto de sus enemigos, se acrecienta su desprestigio. La medida de su importancia no la dan los adjetivos que –mal– le endilgan el poder presidencial y Tv Azteca, sino el hecho contundente de que no hay quién la defienda hoy tan multitudinaria y vigorosamente como ha ocurrido en el pasado. Y sabemos por qué: estos 30 años las han vuelto silenciosas, mutiladas y grotescas
. Y se ha procurado disminuir a los actores (estudiantes, trabajadores organizados) con cuyo concurso todavía hoy sería posible generar en ellas un nuevo dinamismo. Y, también, invitar de nuevo a la que nunca escucharon.
* UAM-Xochimilco