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Después de Glasgow
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a Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP26) que se celebra en la ciudad de Glasgow del 31 de octubre al 12 de noviembre, ha confirmado nuevamente que éste es un tema de interés común y de amplia capacidad de convocatoria.

A pesar de encontrar diferencias en las metas, medios y especificidad de las políticas a seguir en las próximas décadas comparadas con las acciones emprendidas frente a la pandemia de Covid-19, por ejemplo, una respuesta por momentos descoordinada ha priorizado intereses de carácter nacional por encima de acciones globales, las habituales mínimas a emprender en las siguientes décadas para mitigar la amenaza que representa el calentamiento global que parecen encaminarse –al fin y si bien tarde– a un mínimo de común acuerdo.

Líderes de más de 100 países han pactado reducir 30 por ciento las emisiones de gas metano para 2030, al destinar un fondo de 19 mil millones de dólares para dicho propósito. Asimismo, 28 naciones y 30 empresas internacionales se han comprometido a acabar con la deforestación para la producción de alimentos de exportación. Todo eso en aras de mantener el umbral del calentamiento de la atmósfera terrestre en 1.5 grados Celsius.

Hasta el momento, el anuncio más llamativo realizado en la COP26 corresponde a Mark Carney, enviado especial de la ONU para Acción Climática y Finanzas, quien junto con la Alianza Financiera de Glasgow hacia las Cero Emisiones, anunció el 3 de noviembre que 40 por ciento de los recursos mundiales –alrededor de 130 billones de dólares– estarían involucrados para que las empresas firmantes se adhieran a directrices científicas que les permitan alcanzar las emisiones netas cero en 2050, y comprometerse a lograr objetivos intermedios de reducción de 50 por ciento en 2030, e incluso de 25 por ciento en los próximos cinco años.

En contraste, el mismo día Alok Sharma, político conservador británico que actualmente funge como presidente de la COP26, comentó que el acuerdo alcanzado en la COP15 –celebrada en 2009– según el cual se contaría con 100 mil millones de dólares para 2020 a fin de apoyar la resiliencia, la adaptación y la transición energética en los países en desarrollo, no se ha cumplido. Comentó que los países desarrollados harán un aporte significativo hacia el objetivo de los 100 mil millones de dólares en 2022, lo que también proporciona confianza en que lo alcanzaremos en 2023”.

El sentido común y el pragmatismo político sugerirían que, ante lo que parece ser una amenaza existencial, una sinergia entre el sector público y privado, no sólo es deseable, sino necesaria. No obstante, la aproximación a este tipo de cuestiones suele realizarse bajo el marco teórico que propone una disyuntiva entre Estado y mercado.

Quienes abogan por ampliar las capacidades del Estado para controlar los excesos del capitalismo financiero, entre ellos la contaminación, han señalado legítimamente que políticas adoptadas por las diversas conferencias de la ONU disminuyen el espacio para adoptar medidas propias, lo que reduce el espacio de la soberanía nacional, especialmente en el caso de los países en vías de desarrollo que sacrificarían el crecimiento económico para cumplir con los objetivos establecidos.

Quienes argumentan a favor de una solución internacional al cambio climático han señalado acertadamente que los esfuerzos aislados no son suficientes y que las consecuencias del calentamiento global, como su nombre lo sugiere, son inevitables y transfronterizas. La deforestación del Amazonas brasileño, por ejemplo, puede tener consecuencias ambientales catastróficas en otros países que no tienen potestad sobre el territorio afectado.

La discusión sobre el papel que deben adoptar el Estado y el mercado en la lucha contra el cambio climático se da en un contexto en el cual ambas entidades enfrentan una crisis de legitimidad por la falta de representatividad política en las democracias occidentales que ha sido acentuada por una sensación de creciente desigualdad económica.

Sin embargo, el marco conceptual que opone Estado y mercado, tanto en su versión nacionalista como en la vertiente global, no será suficiente para abordar el problema climático mientras no se logre incorporar la dimensión local a la discusión. Un pronóstico certero sería que las políticas ambientales propuestas por el Estado que no resuelvan problemas locales no contarán con el respaldo de la comunidad. Las medidas financieras globales serán percibidas como instrumentos de coerción financiera o fiscal si no se traducen en recursos para las comunidades infranacionales.

Atender el cambio climático requiere desarrollar acciones que incluyan a las entidades políticas como el municipio, condado, ciudad, estado, región, etcétera, como centro de las acciones. Mientras no se hable de municipalismo energético o ambientalismo municipal la batalla estará perdida. El reto político de las siguientes generaciones consiste en aterrizar y armonizar los esfuerzos globales con en el ámbito local.

Esperemos que los acuerdos alcanzados en Glasgow se materialicen en un avance tangible para detener el calentamiento global; de no ser así, la humanidad en su conjunto seguirá viviendo tragedias naturales a costa de muchas vidas en donde ninguno está exento.