n día de 1982 , Mario Lavista cambió mi vida: en mi primera clase de composición me develó la poesía que existe detrás de la música y ya nunca más volví a ser la misma. Tuve el privilegio de estudiar con él, en un momento fundamental de su producción musical, un momento en el que su música se abría hacia nuevas sonoridades. Una música que nos lleva a lo más profundo del alma humana. Es la época de su Nocturno para flauta en sol, de Marsias para oboe y copas de cristal, de Reflejos de la noche.
Mario fue un maestro extraordinario, tenía la capacidad de aclarar nuestras ideas con absoluto respeto por nuestra propia estética. Esos años en el conservatorio fueron intensos y memorables. Aprendíamos de música, sí, pero también de poesía, de literatura, de pintura, de danza. Aprendíamos también de un hombre sencillo, divertido, brillante y cariñoso.
Mario tenía una personalidad arrolladora. Su belleza física, su belleza interior, esa capacidad que tenía de hacerte sentir la persona más importante del mundo cuando te tenía enfrente, lo hacía irresistible. Todos queríamos ser amigos de Mario, todos queríamos estar cerca de él.
Me siento afortunada de haber sido su amiga por 40 años. La última vez que lo vi fue para celebrar mis 60 años. Llegó a mi casa lleno de regalos, sin saber que para mí, él era el mejor de todos.