n la década de 1970, Oaxaca era una olla de agua a punto de hervir. La indignación ante agravios ancestrales, pobreza ofensiva y cacicazgos oprobiosos precipitaron el surgimiento de cientos de conflictos comunitarios y regionales, que explotaron a lo largo y ancho de su territorio. En 1977, como volvió a suceder en 2006, la inconformidad popular estalló en la entidad y exigió la renuncia del gobernador Manuel Zarate Aquino.
En todo el estado se precipitaron tomas de tierras y ocupación de alcaldías, manifestaciones y luchas por servicios y en defensa de los recursos naturales. Movimientos armados, como el de Florencio Medrano y su Partido Proletario Unido de América (PPUA) establecieron bases de apoyo en comunidades de la Chinantla. Organizaciones como la Coalición Obrero Campesino Estudiantil del Istmo (Cocei) impulsaron el municipalismo democrático y la recuperación de la cultura zapoteca.
Los poderes respondieron a esta movilización con sangre y fuego. En diversas comunidades orquestaron verdaderos baños de sangre, persiguieron y encarcelaron activistas y estigmatizaron las protestas. Combinando el monopolio legítimo
de la violencia del Estado con la acción de pistoleros y guardias blancas, quisieron conservar el orden que garantizaba sus privilegios.
Con el aire del Congreso Indígena de 1974 de San Cristóbal de las Casas, organizado por el obispo Samuel Ruiz, y la formación, un año después, del oficialista Consejo Nacional de los Pueblos Indios, soplando a sus espaldas, emergió en la entidad un vital movimiento etnopolítico, que hizo visible la ancestral resistencia comunitaria de los pueblos originarios. A veces de manera silenciosa, en ocasiones ruidosamente, se impulsó la recuperación de las leguas, al tiempo que florecían literatura y arte indígenas.
En parte, ese nuevo horizonte en construcción fue alimentado por las reflexiones de un movimiento indígena internacional, auspiciado y guiado por los pueblos originarios canadienses y estadunidenses, que hicieron del trabajo por el reconocimiento de sus derechos culturales en el marco del sistema de las Naciones Unidas un terreno de acción clave. La carta que el jefe piel roja Seattle dirigió en 1854 al presidente de Estados Unidos como respuesta a su petición de compra de sus tierras, circuló ampliamente entre los nuevos dirigentes indígenas oaxaqueños. Importante fue también la propuesta andina de retornar al curso viejo de la historia propia, estableciendo un segundo Tawantinsuyo. Inspirado en 10 principios fundamentales que sirvieron de soporte a la sociedad incaica, propone ganar el porvenir, reconstruyendo la nación india.
A finales de los 70, en la Sierra Juárez se gestaron cuatro organizaciones regionales que protagonizaron luchas fundamentales. En 1979, se organiza el Comité Coordinador para la Defensa de los Recursos Naturales de la Región Mixe. En 1980, ocho pueblos fundan Pueblos Unidos del Rincón, para gestionar un camino e impulsar una cooperativa de transporte. En 80, con 26 comunidades, surge la Organización en Defensa de los Recursos Naturales y Desarrollo Social de la Sierra Juárez, para defender sus bosques y finalizar el decreto presidencial que permitía su explotación a la Papelera Tuxtepec. Y en 81, nace la Asamblea de Autoridades Zapotecas, en lucha por caminos, y contra el caciquismo en Yalalag.
De la reflexión sobre esa riquísima experiencia de resistencia comunitaria surgió el concepto de comunalidad, en palabras de Benjamín Maldonado, no como principio esencialista, sino rector de vida, como una expresión de la voluntad individual de ser colectividad. Dos intelectuales indígenas, uno mixe y otro zapoteca de la sierra, fueron claves en su formulación: Floriberto Díaz y Jaime Martínez Luna. Otros, como el mismo Maldonado, Joel y Aristarco Aquino, Juana Vázquez y Juan José Rendón, lo enriquecieron.
Víctor Hugo decía que no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo. Al comunalismo le ha llegado su tiempo. Su práctica es una realidad en decenas de comunidades indígenas de la Sierra Juárez, pero es, además, parte de la propuesta educativa alternativa del magisterio oaxaqueño, una referencia fundamental para pensar la realidad y las aspiraciones de los pueblos originarios del país que rechazan la autonomía tutelada por el Estado, y punto central del ideario emancipatorio de muchos sectores no indígenas.
Expresión de la vitalidad de este concepto y merecido homenaje a uno de sus más importantes constructores, el pasado 22 de octubre, la 41 Feria Internacional del Libro de Oaxaca (FILO), entregó el Reconocimiento FILO a la trayectoria a Jaime Martínez Luna, en el Centro de las Artes de San Agustín.
Jaime nació zapoteco en Guelatao de Juárez. Estudió antropología en Xalapa, Veracruz. Cantor que impulsó la nueva trova serrana es también un formidable promotor cultural, que ha fundado estaciones de radio, estudios de grabación, revistas y canales de televisión. Creador de nuevos conceptos, una parte de su riquísima obra escrita puede leerse en los dos tomos de Textos sobre el camino andado. Eso que llaman comunalidad y más.
Comunalista consecuente, en la ceremonia de su reconocimiento en la FILO dijo: “No me represento a mí mismo. Lo que tengo, lo que escribo, lo que canté, no es mío, me lo han dado (…) Lo que trato de decir es que lo que escribo es de ustedes. Por eso no es un homenaje a Jaime Martínez Luna, es un homenaje a todo lo que empezó hace más de 500 años”.
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