l ministro de Energía y Estrategia Industrial del Reino Unido, Kwasi Kwarteng, reconoció ayer que ese país atraviesa por una situación crítica debido al incremento en los precios de la electricidad, las gasolinas y el gas, que han aumentado este año cerca de 400 por ciento en Europa. El funcionario se negó a decir si el gobierno del que forma parte está dispuesto a establecer un límite máximo en los costos de la energía para usuarios industriales, como se ha hecho ya para los consumidores domésticos.
La situación es tan grave que podría desembocar en un apagón industrial en diversos ramos, como lo han señalado los productores de acero, cerámica, papel, vidrio y otros sectores afectados por la inviabilidad de seguir produciendo con los costos actuales de los energéticos.
La situación británica es incluso más grave que la de España, donde los precios de la electricidad siguen subiendo en forma descontrolada –500 por ciento en tres años– sin que el gobierno de coalición que encabeza Pedro Sánchez haya dado con una forma efectiva de detener los incrementos.
Pero, a diferencia de Madrid, Londres debe hacer frente además a una crisis de desabasto de combustible, de falta de conductores de camiones de carga y, para colmo, de las turbulencias sociales, comerciales, financieras y migratorias derivadas de la salida del Reino Unido de la Unión Europea. De tal suerte, en las islas británicas podría estarse configurando una suerte de tormenta perfecta
de gravísimas consecuencias.
Un elemento de contexto ineludible en ambas situaciones es el estatuto de la industria energética de ambos países, cedida a empresas privadas y abandonada a las reglas del libre mercado. Tal circunstancia ha dejado a los gobiernos respectivos sin posibilidad de proteger a sus sectores industriales, agrícolas y de servicios y también, por descontado, a la sociedad en general.
Si a las mencionadas situaciones europeas se agrega la reciente crisis eléctrica que padeció Texas, o el desastre eléctrico causado por el extinto consorcio Enron en California a fines del siglo pasado, resulta inevitable concluir que la privatización del sector energético es casi una garantía de catástrofe.
Y es que, a contrapelo de lo que afirma el dogma neoliberal, el transferir bienes y servicios públicos a manos de particulares no es ninguna garantía de eficiencia ni de probidad. El mencionado caso de Enron fue un ejemplo de corrupción corporativa que dio al traste con todo el sistema eléctrico californiano, y en días recientes se publicó en estas páginas un reportaje sobre la facilidad con la que funcionarios españoles de distintos partidos transitan del poder político a altos puestos ejecutivos en consorcios energéticos privados, en un fenómeno denominado puerta giratoria
.
Lo grave de esta práctica –que, sin ser propiamente ilegal resulta profundamente inmoral– reside en que los políticos que participan en ella tienden necesariamente a beneficiar a sus empleadores, no a la sociedad a la que se deben.
Y para no ir más lejos, en nuestro país, altos cargos gubernamentales –empezando por el ex presidente Felipe Calderón y su ex secretaria de Energía, Georgina Kessel– transitaron sin escrúpulo del servicio público a los consejos de administración de firmas energéticas a las cuales habían beneficiado con largueza mientras se desempeñaron como gobernantes.
La conclusión inevitable es que debe ser irrenunciable la rectoría del Estado en sectores como el energético y que librarlo por completo a los vaivenes del mercado es una grave irresponsabilidad y una apuesta al desastre.