s notable el continuo retorno de la opinión pública opuesta al gobierno. Va y viene, con pasmosa regularidad, sobre lo que asientan como medulares hallazgos en su crítica. En una gran cantidad de asertos no se pasa de groseras generalizaciones que reciben cargas de furia. Versan, por lo regular, sobre sencillos hechos que convierten en supuestos insensatos; casos ejemplares del absurdo, se podría decir. Pero la repetición incansable, durante estos tres años de un gobierno que navega a contracorriente de lo establecido, ha uniformado su verdad. Las conclusiones son, en verdad, singulares, pero siempre terminales en sus condenas. Nada se salva del naufragio para una nación que recrean mal orientada y peor conducida. El fracaso gubernativo concluirá, según esta ilógica narrativa, como uno más de los muchos fracasos que ya distinguen a México.
Son bien conocidas las penalidades de nadar río arriba: una necedad, volver difícil lo plano. Ser el distinto del salón y del grupo se torna un tipo raro. Enfrentar la adversidad y cambiar de ruta, en especial la que ha sido trillada, aparece como actitud rayana en la tontería y la mala concepción. De esta manera, se trata de encasillar la iniciativa de modificar el estado de cosas ensamblado durante varias décadas de vigencia del modelo concentrador. Un modelo que formó corazones, mentes, costumbres encasilladas dentro de intereses precisos, masivos. Ahí están, a descampado, las enormes desigualdades, los grupos mayoritarios de necesitados que buscan, al menos, un cacho de justicia. Por ahí todavía siguen millones de seres en pos de alguien que los represente, que les dé voz, que oiga sus clamores cada vez más audibles. Unirse a ellos es, qué duda, ir corriente arriba, trabajar de más, desoír al sensato interesado en conservar lo normal. Sobre todo cuando tal normalidad implica daño severo al conjunto humano principal.
Buscar el cambio de paradigma y situar al nuevo junto al marginado conlleva penalidades múltiples de los que presumen saber y han mandado. En especial cuando lo establecido está duramente ensamblado y no permite resquicios, menos aún modificaciones. Concebir la política como el conciliar, como transigir con la injusticia es la receta perenne. Satisfacer al lleno de siempre, al que ha recibido de más. Esa es la buena, la aceptable política de los mayores predicadores. La que se aconseja una y otra vez para no causar olas aunque la marea de base esté encrespada.
A distante trayecto de la mirada opositora se desarrolla todo un mundo de concreciones novedosas que portan valores nuevos. En su cotidiana aparición, como fruto del quehacer gubernamental, se da cuerpo al proyecto de transformaciones que, desde la campaña electoral, fueron ofrecidos a los electores. Son un conjunto de obras y proyectos, ahora en marcha, como programa de gobierno. Para poder introducirlos en el ya atorado cuerpo de la República se requirió de no poca voluntad. No se trata de destruir por ese mero prurito que se predica como distintivo del oficialismo. Se trata de tomar el más directo, efectivo, camino al cambio. No se puede trabajar para un nuevo estado de cosas yendo paulatinamente hacia la meta. En la mayoría de los casos sería una lucha sin fin ni llegada a lo deseable. Hay urgencia de cortar por lo sano y dar cabida a lo entrevisto como posible. Algunos no han parado de decir que se retrocede, que se va rompiendo sin ton ni son y continuamente volteando al pasado. Tal manera de conducir los asuntos de la República, alegan, de ninguna manera busca una mejor vida para todos. Eso, en realidad, es cambiar para empeorar. En esa narrativa implican, como excusa, que falta más todavía por delante. Eso es, en efecto ruta directa al estancamiento. La medianía secular acostumbrada en el quehacer público. Dejar de lado, sin contemplaciones lo conocido cuando imposibilita la equidad, es, en repetidas ocasiones, obligado.
Por estos fragorosos días, volverá a la disputa pública el contenido de la reforma eléctrica propuesta por el Presidente. Se trata, en concreto, de rescatar a la CFE de una ruta destructiva irresponsablemente decidida. El enorme mercado de grandes consumidores de energía, ahora en manos ilegales de generadores, (autoabastecimiento) tendrán, de aprobarse, que pagar lo conducente. No se eliminarán o cancelarán permisos, como se quiere interpretar. Sólo aquellos que han abusado de lo permitido serán penalizados. Lo demás seguirá su normalidad. El propósito que anima a la reforma es capacitar al Estado, como conductor responsable de tan vital industria.