l presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, se subió a la ola antipolítica, generada en las manifestaciones de 2013 y reforzada en 2016, para aprovechar su situación de outsider de la política tradicional y convertirse en el supuesto líder de la antipolítica. Esta característica lo acompaña siempre, convirtiéndose, sin embargo, en un obstáculo para que gobierne.
Por su personalidad, Bolsonaro ya no se adapta a las necesidades de la política de agregación de personas, de unión de personas y fuerzas políticas. Tiende a exacerbar las diferencias y los conflictos, lo que justifica como algo espontáneo, que gusta a la gente, lo que sería una forma intolerante hacia los demás. Pero el resultado de ello es la absoluta incapacidad para construir un bloque de fuerzas políticas y un conjunto de personas para gobernar colectivamente.
Por esta característica, Bolsonaro revela una incapacidad para gobernar. No logra establecer buenas relaciones con el Congreso, el Poder Judicial, los medios de comunicación y menos aún con la oposición. No muestra capacidad para escuchar posiciones que no coincidan estrictamente con la suya, y menos para tenerlas en cuenta.
A esto se suma una política económica de desmantelamiento del Estado, que incluye el recorte radical de recursos para políticas sociales, que benefició a la gran mayoría de la población. Promueve el desmantelamiento del Estado, con la privatización de empresas públicas que, como Petrobras, tenían políticas que beneficiaban al país y a los consumidores.
Más recientemente, Bolsonaro desarrolló un discurso según el cual no puede gobernar porque se vería obstaculizado por una guerra real que el Poder Judicial libraría contra él. Esta ofensiva en realidad consiste en una definición clara de la separación de poderes, estableciendo lo que el Ejecutivo puede y no puede hacer.
Además, recientes decisiones del Poder Judicial abren procesos e incluso ordenan detenciones de personas que predican abiertamente un golpe de Estado, que incluyen el cierre violento de la Corte Suprema, la invasión de la embajada china y un golpe de Estado para el 7 de septiembre.
Además, el Tribunal Supremo Electoral (TSE) comenzó a exigir a Bolsonaro declaraciones que no descalifiquen los resultados electorales de los pasados comicios y los resultados del próximo proceso, en que pretende postularse. Está claro que se trata de la búsqueda, al estilo del estadunidense Donald Trump, de cuestionar el resultado y tratar de evitar la toma de posesión del oponente, en este caso Lula, un favorito cada vez más amplio para triunfar incluso en la primera vuelta, en la presidencial de 2022.
Bolsonaro reaccionó con declaraciones agresivas contra los ministros del Supremo Tribunal Federal (STF) y el TSE. Presentó al Senado solicitudes de acusación de dos jueces del STF, así como una solicitud al mismo para que este tribunal ya no tenga la prerrogativa de abrir casos. En este caso, es objeto de cuatro juicios en su contra. Con esta actitud, Bolsonaro aumenta aún más sus dificultades para retomar relaciones amistosas con el Poder Judicial. Al mismo tiempo, también dificulta la aprobación por el Congreso de sus propuestas, como la aprobación de un nuevo miembro –evangélico que, según él, introduciría la oración en el STF– para el STF, así como la elección de un segundo mandato de la Procuraduría General de la República, que demuestra absoluta lealtad personal al presidente y ningún grado de independencia y autonomía.
En un momento en que, en las urnas, Lula aumenta su ventaja sobre Bolsonaro, recorre el país para restablecer el bloque de alianzas con las que puede gobernar, demostrando, de forma radicalmente contraria a Bolsonario, capacidad política para unir, para dialogar, para establecer puentes con todos los sectores que, en un grado u otro, son o pueden llegar a oponerse a Bolsonaro.
Bolsonaro parece entrar en un proceso de autocombustión muy peligroso. Incluso su política económica, que producía deleite de la gran comunidad empresarial, encuentra dificultades, con amenazas de no respetar el techo de gasto –tan caro a los neoliberales– para erogar recursos en políticas que puedan recuperar su decreciente apoyo en la investigación.
La promesa de la manifestación para el 7 de septiembre, la más grande jamás realizada en Brasil, con un ataque a la embajada china y al STF y un contragolpe, es un desafío definitivo de hasta dónde pueden llegar los bolsonaristas. Tanto en la capacidad de movilizar a tanta gente en São Paulo y Brasilia, como en llevar a los militares a esta aventura y lograr el golpe anunciado.
El país ya no puede soportar vivir bajo amenazas y bravuconadas, sin capacidad para materializarse. Al mismo tiempo, mientras amenaza y luego retrocede, Bolsonaro mantiene la guerra contra el Poder Judicial, el Congreso y los medios de comunicación. Permanece en el gobierno, por las concesiones que hace a fuerzas que lo apoyan en el Congreso, pero sin capacidad para gobernar, condenando al país a un letargo y un hundimiento en la crisis económica y social que, según Lula, Brasil necesitará dos o tres años para superarla.