Ministerio de la Soledad
migo mío:
Desde niña aprendí que es posible hablar con la soledad si le pones el rostro y el nombre de una persona querida. Por eso hoy, Tomás, te convertí en el destinatario de este mensaje. En cuanto lo termine lo enviaré a tu correo. Celebro no haberlo borrado a pesar de que, a poco de recibir tu último mensaje y sobrevino tu silencio, por fin entendí a qué te habías referido cuando me escribiste que estabas preparándote para el trayecto final.
No le di mayor importancia al comentario porque me habías dicho lo mismo infinidad de veces, por lo general a tu vuelta de una de esas giras maratónicas a que te sometían tus editores y de las que regresabas exhausto, cargado de libros con dedicatorias firmadas por quienes ya se veían en la primera fila de la inmortalidad.
Recuerdo que después de alguna de esas experiencias agotadoras, durante un tiempo rechazabas todas las invitaciones, aun las que implicaran tan sólo un corto viaje hacia un campus universitario dentro de la ciudad.
Tu etapa sedentaria se prolongaba hasta que volvía a despertarse tu necesidad de alejarte, de estar solo, de hospedarte en cuartos impersonales, sin retratos familiares ni marcas en las paredes que te recordaran tal o cual cosa. Al anunciarme tu siguiente viaje prometías escribirme. Siempre cumpliste tu compromiso bajo el formato de tarjetas postales ilustradas con paisajes urbanos donde podían verse las maravillas del lugar. En una dibujaste, precisamente en el centro de Viena, un circulito y una flecha para señalarme en qué área o distrito de la ciudad te hallabas. Interpreté esa minuciosidad como una invitación a reunirme contigo.
II
Aún lamento que no hayamos hablado más. Tengo una especie de bodega en donde están almacenadas cosas que nunca tuve oportunidad de decirte. Por ejemplo, cómo aprendí que para hacer menos temible la soledad hay que ponerle el nombre y el rostro de una persona querida. Esa ocurrencia surgió de una manera inesperada. A falta de juguetes, a mi hermana Lucila se le ocurrió que nos hiciéramos muñecas con los sobrantes de tela que nos regalaban las costureras del taller Carmina
, en el último piso del edificio donde vivíamos.
La señora Fe, encargada de vigilar a las trabajadoras, un día que nos vio a Lucila y a mí jugando con aquellas dizque muñecas –que no pasaban de ser simples bultitos– nos aconsejó que con un lápiz les dibujáramos una carita y que les pusiéramos nombres para hacerlas más reales.
Volví a pensar en todo eso porque leí en un periódico la noticia de que hace tres años se había inaugurado el primer Ministerio de la Soledad en el Reino Unido. Eran dos sus objetivos principales. Por una parte, ofrecer soluciones a los muchos problemas mentales derivados del aislamiento y el desamparo en que se encuentran miles de ancianos; por la otra, proporcionarles estímulos que despertaran su optimismo, su interés por recrearse con cada momento de la vida sin pensar en su término.
III
Creo que Lucila y yo fuimos precursoras del Ministerio de la Soledad desde que empezamos a acompañarnos con nuestras muñecas de trapo y adoptamos la costumbre de ponerles también nombre a los pocos objetos que había en nuestro cuarto. Estaba en la azotea. Desde allí podíamos mirar en los amaneceres las cúpulas de las iglesias y por la noche las luces de la ciudad. Vivir allí también tenía algunos inconvenientes, entre otros oír a todas horas los motores de las máquinas que funcionaban en el taller.
Después de accidente (del que ya te hablé y no voy a repetirlo) Lucila y yo quedamos en una situación muy difícil. No sé qué habría sido de nosotras sin mi madrina Rosario. Ella fue quien nos llevó a vivir al cuarto de azotea. (Aunque no lo dijo, creo que no quiso alojarnos en su departamento para que no corriéramos peligro con sus cinco hijos, bastante mayores.) Además, pagaba una parte de nuestros gastos y nosotras cubríamos la otra con lo que sacábamos vendiendo toda clase de mercancías menudas: estropajos, limones, trapos de cocina y los mejores retazos que nos obsequiaban en el taller, pero siempre apartábamos algunos para confeccionar nuestras muñecas. Llegaron a ser muchas, suficientes para ocupar los huecos dejados por los ausentes.
IV
Digamos que reabrí el Ministerio de la Soledad a partir de que llegó la pandemia y se hizo necesario el confinamiento. Además de las posibilidades que me brinda la computadora, tengo contacto real y directo, aunque muy breve, nada más con los repartidores que me traen lo que necesito. Cuando se van quedo rodeada sólo de objetos. Les he puesto nombre y me dirijo a ellos como si fueran personas que me escuchan interesadas y pacientes. Sé que este hábito es una locura pero, mientras funcione, no pienso descartarlo.
Todos mis días son iguales, tanto que a veces me confundo y no sé si estoy viviendo en jueves o en domingo. Para no extraviarme en esa especie de neblina, me impongo horarios y tareas. Ahora estoy ocupada en ampliar mi método para combatir la soledad. Cuando sienta que está completo, lo enviaré al Ministerio en el Reino Unido. Tal vez mis modestas sugerencias puedan sumarse a las medidas ya existentes para ayudar a la numerosa población de ancianos que han perdido familia y amigos, se ven condenados a la inactividad y a la miseria. Supongo, querido Tomás, que oprimidos por esas gravosas circunstancias, muchos viejos pasan el tiempo que les queda por vivir estacionados en los andenes de su última estación, esperando la llegada de la muerte.