Número 166 Suplemento Informativo de La Jornada Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver
 
Pteropus scapulatus es una especie de murciélago frugívoro, comúnmente conocidos como zorros voladores.

EditorialZoonosis: la ecología de la enfermedad

Alteramos ecosistemas y provocamos que los virus escapen de sus huéspedes naturales. Cuando esto ocurre los virus necesitan un nuevo huésped. A menudo ese huésped somos nosotros.

David Quammen. Contagio

Un patógeno recorre el mundo; es la variante delta del SARS-CoV-2. Y la delta es más infecciosa que las anteriores lo que con otros factores propicia una nueva oleada de la COVID-19. Aunque al parecer y por fortuna la variante que hoy predomina no es más letal y las vacunas disponibles si la neutralizan. Pero esta no es la última mutación del coronavirus sino solo una de las recientes que al ser más eficiente en la transmisión se va imponiendo sobre las demás.

La pasmosa plasticidad de una enfermedad que a diferencia de las crónico-degenerativas que ya sabemos de qué son capaces pues tienen un repertorio fijo de flancos de ataque va cambiando y perfeccionando sus estrategias para infectarnos y matarnos se origina en el carácter proteico de los virus. Transformers biológicos cuya ventaja en la competencia por la vida (o la semivida en su caso) está en su inaudita capacidad de mutar.

Para lidiar con un mal que evoluciona como todo pero que lo hace vertiginosamente es necesario entender su origen, su etiología que a su vez remite a la ecología general de las enfermedades infecciosas y en este caso a la relación entre las diferentes especies y al entrecruzamiento conflictivo de sus hábitats. Para hacerle frente a la COVID-19 es necesario entender lo que es la zoonosis.

Transformers biológicos

Virus de Machupo (1959), virus de Marburgo (1967), virus de Gassa (1969), virus del Ébola (1976), VIH-1 (1981), VIH-2 (1986), virus del Hendra (1994), virus de la Gripe Aviar (1997), virus del Nipah (1998), virus del Nilo Occidental (1999), virus SARS (2003), virus de la Gripe Porcina (2009), SARS-CoV-2 (2019)… Son estos algunos de los virus que aparecieron o se identificaron en las últimas décadas configurando un tsunami de enfermedades infecciosas que en un corto lapso se hicieron más frecuentes y más graves pasando a veces de epidemias a pandemias. La COVID-19 es solo el ejemplo más reciente.

La mayor parte de estos y otros males emergentes se origina en el intercambio de patógenos entre distintas especies, un mecanismo inherente al ecosistema del que somos parte. La zoonosis, que así se llama, ha sido, es y será factor constitutivo de muestra condición biológica, pero el cada vez más habitual contagio humano por virus mutantes o recombinantes es un signo de alarma. Estamos invadiendo muy rápido el enorme continente invisible que conforma la llamada “virósfera”, y eso debiera preocuparnos porque no sabemos lo que hay ahí. Y no lo sabemos porque hace apenas cien años que gracias al microscopio electrónico pudimos ver como son algunos de sus exóticos habitantes y todavía no los entendemos bien.

Así las cosas, la enfermedad -ese estigma ontológico de nuestra condición- tiene que ser analizada también desde los miradores de la ecología, de la adaptación y de la evolución. Y lo primero que en esta perspectiva tendremos que reconocer es que los humanos somos recién llegados al vecindario y como especie relativamente nueva en la biósfera nos hemos tenido que extender sobre territorios previamente ocupados. Irrupción que ha significado conflictos, mudanzas, reacomodos; desafío para unos que se sienten desplazados y acotados por nuestros expansivos asentamientos, pero magnífica oportunidad para otros que nos ven como alimento, como prometedor territorio de colonización.

Tal es el caso de microorganismos como los virus; entidades no del todo vivas pero muy activas y emprendedoras, que para reproducirse necesitan penetrar las células de organismos más complejos. Nuestro cuerpo es un excelente lugar para crecer y multiplicarse, siempre y cuando los invasores sepan adaptarse a las condiciones del nuevo portador. Y los virus son muy buenos para eso pues lo suyo es mutar y recombinarse -sobre todo los ARN que a diferencia de los ADN tiene una sola cadena genómica y son más inestables- y en sus incontables mudanzas siempre habrá alguna que facilite la transmisión y la ocupación de nuestro cuerpo, de modo que por selección natural esta será la que prevalezca. Sin duda los virus están bien equipados para “sobrevivir” y si los provocamos pueden ser un enemigo formidable.

No solo son los virus, también están las bacterias, los protozoarios, los hongos… que habitualmente parasitan a otros organismos y que desde que llegamos también nos parasitan alegremente a nosotros. La colonización puede ser benéfica o nefasta para el huésped y cuando es dañina ocasiona lo que llamamos enfermedad. Males infecciosos que casi en todos los casos también nos contagiamos entre humanos pero que inicialmente tomamos de otras especies mediante la zoonosis. Están igualmente los padecimientos crónico degenerativos, pero las enfermedades infecciosas que saltaron de un animal a otro constituyen la mayor parte del catálogo de nuestras dolencias; lista que viene aumentando y que incluye algunas de los padecimientos más mortales.

Nuevos en el vecindario

Como especie debutante y expansiva la nuestra es peligrosa para las que ya estaban ahí… como ellas lo son para los recién llegados: nosotros irrumpimos en sus selvas, pero los virus que las habitan irrumpen en nosotros. ¿Darwinismo de manual: “selección natural”, “lucha por la vida”, “sobrevivencia del más fuerte”? Si, darwinismo. Aún que con una gran diferencia: nosotros somos humanos (o nos hemos hecho humanos) con todo lo que esto significa. Y esta diferencia también la tienen presente algunos epidemiólogos. Escribe al respecto Macfarlane Burnet en Biológical Aspects of Infectious Disease:

“Se trata de un conflicto entre el hombre y sus parásitos que, en un entorno constante, tendería a resolverse en un equilibrio virtual, un estado en que ambas especies sobrevivirían indefinidamente. El ser humano, sin embargo, vive en un entorno en constante cambio a causa de sus propias actividades, y son pocas las enfermedades que le afectan que hayan alcanzado tal equilibrio”.

El “constante cambio” que provocan “nuestras actividades” impide el “equilibrio virtual”, sostiene Burnet. Y uno se pregunta: ¿si por azar nos quedáramos quietos podríamos lograr la coexistencia pacífica con los patógenos y alcanzar el dichoso equilibrio? Me temo que no.

En Infectious Disease of Humans, Robert May y Roy Anderson nos dicen que ciertamente puede haber una relación amigable entre el virus y su portador: el primero menos agresivo y el segundo más tolerante; lo que acurre con las especies que hospedan un patógeno sin ser afectadas. Pero pronto nos desilusionan; este “equilibrio ecológico”, es temporal, provisional, contingente; una tregua en la lucha por la vida que es la constante.

No echemos pues las campanas al vuelo: en términos ecológicos la relación patógeno huésped más funcional no es aquella en que el patógeno daña poco, el infectado lo tolera y ambos viven felices, sino aquella en que el huésped enferma y no se cura demasiado pronto ni se muere demasiado rápido, de modo que al patógeno le da tiempo de infectar a otros. Dicho de manera más cruda: en el escenario ecológicamente optimo nosotros morimos y el virus persiste. La desalentadora conclusión es que con los virus no hay manera de fumar la pipa de la paz, no hay armisticio posible: con los patógenos la lucha por la vida es la regla.

Cuando hay enfermedad viral son ellos o nosotros… pero lo que sí está en nuestras manos es reducir la incidencia de enfermedades contagiosas disminuyendo el exceso de zoonosis, evitando en lo posible que los patógenos de otras especies que de por sí mutan y se recombinan nos asalten.

“No les atribuyamos una responsabilidad malévola a los virus. No vienen por nosotros. De una u otra manera, nosotros vamos por ellos”, le dijo Jon Epstein a David Quamman que lo cita en su excelente libro Contagio. Y tiene razón, en un siglo pasamos de ser alrededor de dos mil millones de personas a ser cerca de ocho mil millones y cada año hay 70 millones más de nosotros. Ningún vertebrado ha sido tan abundante: somos muchos, somos grandes, somos longevos… y si por plaga entendemos la proliferación anormal de ciertas especies, somos una plaga.

Conocemos el comportamiento de las plagas: crecimiento explosivo y desaparición abrupta cuando su propia expansión destruye las condiciones de su supervivencia o son aniquiladas por patógenos que parasitan su gran población. Auge y caída… ¿es este también nuestro destino? Pienso que no forzosamente. No como destino; no en el sentido de una ley natural, pero sí como posibilidad. Porque desde que nos desviamos del curso de la evolución y emprendimos el camino de la historia nuestra expansión ya no responde a un impulso ciego sino a un propósito que como tal está sujeto a nuestra voluntad. Durante el último siglo metimos el acelerador a fondo sin medir las consecuencias y lo estamos pagando. Pero no necesitamos terminar estampados en un poste; de la misma manera que nos desbocamos podemos moderar y reorientar nuestras intervenciones sobre el entorno natural. Podemos y debemos; lo que está en juego es la sobrevivencia de la especie. •