e modo muy sencillo, porque el tema no lo es de ninguna manera, puede decirse que el espectralismo es una corriente de creación musical basada en la exploración profunda, de perfiles casi científicos, de la materia sonora, así como su disección exhaustiva. Dícese en lo general que el espectralismo surgió en Francia, y dícese en lo particular que es un producto directo del trabajo realizado en el Ircam de París bajo la severa e inquisitiva mirada de Pierre Boulez. Suelen mencionarse como figuras inspiradoras de los primeros bosquejos espectralistas a compositores como Giacinto Scelsi, Iannis Xenakis, György Ligeti, Karlheinz Stockhausen y Jean-Claude Risset. Por razones perfectamente lógicas, los recursos electrónicos se han convertido en un elemento importante en el trabajo de los compositores espectralistas. Hace unos días, el Ensamble del Cepromusic, bajo la dirección de José Luis Castillo, presentó en el Auditorio Blas Galindo del Centro Nacional de las Artes una sólida y muy atractiva sesión de música espectralista, sustentada en sendas obras de cuatro de los nombres más destacados de esta corriente en la actualidad.
Primer espectro: Tria ex uno (Tres de uno), del austriaco Georg Friedrich Haas (1953). Obra que se inicia con una referencia directa a una de las misas L’homme armé de Josquin Desprez, que poco a poco, y de manera fluida, se despeña hacia un lenguaje cabalmente contemporáneo. En ese trayecto es posible escuchar numerosos momentos de tonalidad (aparentemente) tradicional, engarzados en un discurso en el que el compositor se vale de las resonancias y las interferencias para crear un campo acústico sólido y compacto. Se percibe aquí, además, una serie de tensiones que el compositor elige no resolver del todo.
Segundo espectro: Treize couleurs du soleil couchant (Trece colores de la puesta de sol), del francés Tristan Murail (1947). Aquí, el Ensamble del Cepromusic es complementado con la parafernalia electrónica. Esta obra de Murail se desarrolla a partir de una serie de materiales parcos y austeros en sí mismos, presentados en un contexto temporal expandido; esos materiales se van transformando y aglutinando para dar lugar a un discurso más complejo, en el que los nuevos modos de producción de sonidos instrumentales juegan un papel destacado.
Tercer espectro: Vent Nocturne (Viento nocturno), de la finlandesa Kaija Saariaho (1952). Inspirada en la lectura de los poemas de Georg Trakl, y escrita para viola sola y electrónica, ésta es una de las obras más refinadas y evocativas de la compositora. Hay aquí mucho de exploración y especulación, como también hay mucho de dialéctica y drama. La escritura de Saariaho para la viola no es virtuosística en el sentido tradicional de la pirotecnia, pero ciertamente lo es en el ámbito de los matices dinámicos y los colores instrumentales. El complemento electrónico, sugerido por el concepto del suspiro, es de igual refinamiento que la parte de la viola. Esta espléndida partitura de Kaija Saariaho, interpretada de manera igualmente espléndida por la violista Alena Stryuchkova, es una muestra más (hay muchas, por cierto) de que los lenguajes musicales contemporáneos no están, no tienen por qué estar reñidos con la expresividad y la poética.
Cuarto espectro: Périodes (Periodos), del francés Gérard Grisey (1946-1998). Escrita para tres alientos y tres cuerdas, esta pieza de Grisey explora casi microscópicamente los intersticios del sonido, combinando ciertos desfases de la materia acústica con elementos repetitivos; a ello se añaden maleables cambios en la densidad sonora, así como cierta libertad para los ejecutantes.
Sí, la música espectralista tiene bases teóricas y especulativas complejas, acaso abstrusas; lo que realmente importa, sin embargo, es que sus sonoridades son fascinantes, como quedó demostrado en este concierto bien programado, bien preparado y bien ejecutado.
Observación postrera y pertinente: el cupo permitido en el BlasGa estuvo prácticamente completo, dadas las circunstancias actuales de prevención y distancia social. No sólo eso: la tercera buena noticia (la primera es el concierto mismo) es que el promedio de edad de la concurrencia fue notablemente bajo, cosa que siempre será un plus. De hecho, me atrevería a afirmar que lo más viejo de esa noche en el Blas Galindo era yo... por mucho.