uándo es el momento exacto para comenzar a aplaudir al final de una obra.
En qué momento la música ha dejado de ser.
Cuándo llega el silencio después de la última nota, de su eco, del eco que despierta en nosotros, cuando aún creemos estarla escuchando, con los oídos de la memoria que imagina su presencia en el vacío.
Porque, ciertamente, la música es un suceso, el sueño organizado que se aprovecha del tiempo, que vive en el tiempo sin deshacerse y, sin embargo, comparte esa conciencia del absoluto a través de la cual toda nota, todo sonido, genera un momentum, una suspensión propia, no escrita, que se forma del eco de quien la escucha, de quien la toca, de cada espacio y lugar. Toda nota y todo sonido poseen esa suspensión, incluido el último, y en esa suspensión está nuestra posibilidad de padecer la música como gozo y entendimiento. Hasta qué punto eso que no es más –y que lo es dentro de nosotros– forma parte de la obra. Cómo estar seguro de haber abandonado toda resonancia al final de una pieza cualquiera.
Qué es lo que desaparece ante el aplauso y por qué tenemos la urgencia de hacerlo sonar. Hay una ebriedad en él, una acumulación tumultuosa, energética, que nos rebasa y cubre la ausencia.
La descarga de una emoción creciente por algo que acabamos de atravesar. Al periplo atemporal de la música, el aplauso lo delimita, nos permite apropiarnos del hueco que en el límite de la última nota queda, en el eco de una emoción, de una idea. Aplaudir es comenzar a contarnos el sueño del que hemos salido, es un adjetivo inexacto para que no se escape. Es la prueba de una pertenencia común, nos reconocemos a través del torrente percutido, señalando nuestra presencia en la que fuimos testigos de una especie de milagro que es la aparición del tiempo y el espacio como deidades creadoras. Empatía, el aplauso es el gesto de la empatía, el reconocimiento colectivo de haber hecho la travesía juntos y juntos hemos llegado al final, bendecidos y hermanados por una epifanía común.
Aplaudimos para despedirnos después de haber compartido una enorme intimidad, la de haber sido frágiles, habernos desnudado de toda concepción anterior, de todo recuerdo, en una ignorancia que permite escuchar por primera vez, como recuerda Proust, despertarse a veces en la simplicidad primitiva, y de a poco los sonidos, la música, nos devuelven, en esa actividad común, nuestra particularidad.
*Fragmento del primer capítulo del libro El eco de lo que ya no existe: ensayos sobre música, evocación y memoria, publicado por editorial Turner