Como veremos en este breve recuento histórico, el campo mexicano ha sido la víctima número uno de las políticas agroalimentarias, porque desde hace décadas el gobierno no le ha concedido la prioridad que merece. Peor aún, la lamentable situación en que se encuentra es fruto de políticas públicas que en vez de beneficiar al campesino o al productor en pequeña escala, favorecieron a grandes transnacionales como Driscoll’s, Tombell o Bayer-Monsanto, la gran empresa de semillas transgénicas y glifosato de Estados Unidos que tiene diferentes empresas en México para monopolizar y controlar la producción de semillas.
Para comprender el declive del campo mexicano, en particular de la producción del jitomate y la pérdida de sus variedades, resulta necesario partir de que en México conviven una agricultura de subsistencia, campesina, no capitalista o de autoconsumo, y una de tipo comercial, capitalista, moderna y limitada al sector privado.
La pérdida de nuestras semillas nativas, incluidas las de jitomates, comienza con el declive del minifundio en la década de 1940 y se profundiza en los cincuenta con la crisis de los sexenios de Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos. Al distanciarse de la política agraria del cardenismo, abrieron paso a una era de caída en los precios de los productos agrícolas tradicionales, crecimiento de la población rural y, en algunos casos, conflictos por despojo o límites territoriales, todo lo cual generó un agudo aumento de la pobreza rural que propició la migración, el abandono de tierras y el trabajo asalariado.
Ya en 1982, en el sexenio de López Portillo, al desatarse la crisis económica por falta de recursos para pagar la deuda externa, el Fondo Monetario Internacional ordenó al gobierno mexicano instrumentar planes de ajuste estructural, que afectaron el desarrollo nacional y empeoraron la situación de la población campesina.
De modo paralelo, se redujo la capacidad de las zonas urbanas de absorber la mano de obra rural, a raíz del golpe a la industrialización por la sustitución de importaciones; poco después, el auge agroexportador de los noventa aumentó la demanda de mano de obra en la agricultura orientada a la exportación.
La política agrícola implicó el retiro de la inversión pública, la falta de créditos a la agricultura de pequeña y mediana escala, el descuido y abandono de los distritos de riego. Para rematar, las modificaciones al Artículo 27 constitucional impulsadas por Salinas de Gortari favorecieron la privatización del ejido, requisito exigido por el capital extranjero durante las negociaciones del Tratado de Libre Comercio.
Ya en los noventa, el paisaje agrario lucía desolador: tierras abandonadas, pueblos empobrecidos donde ancianos, mujeres y niños sobrevivían sólo gracias a las remesas de los migrantes. La ilusión neoliberal de que la “modernización” del campo daría trabajo digno a todos se esfumó.
En consecuencia, en la década de 1990 y 2000 se observa la conversión definitiva de gran parte de los campesinos migrantes temporales en obreros maquiladores, albañiles, empleados domésticos, artesanos y vendedores ambulantes en las zonas urbanas de México y Estados Unidos; los trabajadores agrícolas de temporada, tanto en los campos estadounidenses como en los mexicanos dedicados a la exportación, visitan cada vez menos sus lugares de origen.
Los perjuicios al agro nacional se agudizaron con la privatización de Fertimex y Conasupo, entre otras. Además, se retiraron numerosos subsidios que afectaron diversos productos agrícolas, entre ellos las diversas variedades de jitomates nativos. Como consecuencia, se estancó o retrocedió la exportación de cultivos tradicionales como el algodón, el azúcar y el jitomate nativo, mientras, paradójicamente, aumentó la exportación del jitomate producido intensivamente.
Ello se explica por haberse favorecido a los agricultores de riego de la zona norte y norte-central del país. Este crecimiento de la agricultura tecnificada obedeció a la participación de empresas multinacionales con acceso privilegiado al mercado de Estados Unidos, interesadas en sumarse al auge agroexportador de hortalizas.
Hoy el jitomate es la hortaliza más cultivada en el mundo y México ocupa el décimo lugar, con una producción anual de 3,433,567 de toneladas. Las grandes empresas que lo producen necesitan de jornaleros que, por lo general, son campesinos del sur del país orillados a abandonar sus comunidades. Con ello, muchas zonas se quedan sin hombres para cultivar sus tierras y, por ende, se deja de sembrar e intercambiar semillas nativas como las del jitomate, con riesgo de perderlas.
En este escenario, los bancos de semillas son escasos y el rescate del campo, la recuperación de las variedades nativas de jitomate y la soberanía alimentaria no avanzan a la velocidad que el país requiere.
El curso reciente del país se resume en una frase: al descuidar nuestras semillas nativas y perder control sobre ellas, estamos perdiendo, renunciando y cediendo soberanía alimentaria. •