Por la calle de La Amargura
i usted anda por la Calle de La Amargura no se desanime, al contrario; se lo digo porque mucho es lo que puede aprender y disfrutar de ella, tanto, que le aseguro que ahí encontrará –al menos– viejos recuerdos, dulces y amargos, además de poemas, aromas, sonidos y –sin duda– el trayecto a un futuro esperanzador que, después de sortear un camino lleno de piedras que dificultan el andar, le espera con escenarios esplendorosos que, llenos de paz y serenidad, invitan a la reflexión y contemplación. Por ello, y por más que le digan que nada bueno le dejará andar por la Calle de La Amargura, no la evite, al contrario, no sólo es puerta de entrada a la introspección, también lo es a uno de los pueblos más paseables de la Ciudad de México: el de San Ángel.
Los antiguos mexicanos llamaban a este sitio Tenanitla, que en náhuatl significa junto a la muralla de piedra
, debido a que estaba rodeado por una pared de lava producto de la erupción del volcán Xitle. En este lugar, la piedra trasciende murallas, es una sustancia mineral que, con el agua, forma parte no sólo de su fisonomía, también de su historia. Se cuenta que Moctezuma II, en su deseo por enaltecer la grandeza del imperio y rendir tributo a Huitzilopochtli, vio la necesidad de colocar en su templo una piedra de gran tamaño para llevar a cabo sobre ella sacrificios, pues la que para entonces se contaba no tenía, de acuerdo con el Emperador, el tamaño suficiente para ser digna de tal consideración. ¿Dónde conseguir una piedra de las dimensiones ordenadas por Moctezuma Xocoyotzin? La labor no fue sencilla.
Después de varios días de búsqueda por el valle del Anáhuac, la comitiva de Moctezuma II regresó sin éxito a Tenochtitlan, donde los viejos, burlones ante la ineptitud de los jóvenes, se apiadaron de su inexperiencia y les recomendaron buscar en Tenanitla, lugar en el que, como se les dijo, hallaron un monolito de las dimensiones deseadas que, después de haber sido tallado y labrado en el mismo lugar, fue trasladado en medio de ofrendas y ceremonias que lo acompañaron durante su trayecto a la gran Ciudad de Tenochtitlan para que sobre él, y por donde alguna vez corrió agua de lluvia, corriera la sangre de los prisioneros de guerra.
Con la llegada de los españoles a México los primeros europeos en establecerse en Tenanitla fueron frailes, primero franciscanos y luego dominicos, y encontraron en este lugar el sitio idóneo para vivir y, debido a que justo por ahí pasa el río Atlitic –al que luego llamaron Magdalena–, no tuvieron problemas para contar con agua potable y, más importante aún, aprovecharon numerosos árboles frutales que les permitieron alimentarse sin más esfuerzo que solamente levantar la mano para tomar ciruelas, mameyes o zapotes, para poder dedicarse de lleno, y sin distracciones a su labor evangelizadora.
En 1615, los carmelitas iniciaron las obras del Colegio de San Ángelo Mártir, dedicado a uno de sus santos más entrañables, quien, nacido en Palestina en una familia judía fue, ya convertido al cristianismo, uno de los primeros miembros de la Orden del Carmelo. Ángelo viajó en 1220 a Sicilia, lugar en el que convirtió a muchas personas, principalmente judías, y donde vivió y murió predicando; un día, mientras hablaba frente a una multitud, fue acuchillado y, herido de muerte, se hincó y rezó por quienes se encontraban ahí, principalmente por quienes lo habían atacado.
En el colegio de San Ángelo se preparaban futuros sacerdotes y confesores, y es de él que toma su nombre lo que alguna vez fue conocido como Tenanitla: San Ángel, pueblo al que en el siglo XVII ya se le relacionaba –como hasta hoy– con las altas esferas del poder –antes religioso y actualmente económico– y que dejó atrás el sentido de austeridad con el que los frailes decidieron ir a vivir ahí y dedicarse de lleno a la espiritualidad para dar paso a la ostentación y elitismo que aún podemos ver en algunas de sus esquinas, lo que nos recuerda a esa época en la que la Escuela de San Ángelo era un sitio exclusivo para aquellos españoles que tenían la fortuna de contar con 12 mil volúmenes, además de una magnífica huerta de la que obtenían grandes ganancias económicas, lo que, sumado a la excelente relación que los carmelitas tenían con la aristocracia novohispana, permitió que la orden fuera dueña no sólo de su colegio, huerta y convento, sino también de grandes extensiones de tierras, casas y fincas.
Tras la Reforma, el colegio fue cerrado y pasó al Ayuntamiento; las tierras y otras propiedades de los carmelitas fueron vendidas a particulares y, en 1929, el convento se convirtió en el museo de El Carmen, sitio en el que podemos ver –además de momias que nos recuerdan a recientes resucitados por partidos políticos de oposición– la manera en la que los carmelitas vivían hace 300 años, ya que la sacristía y su mobiliario permanecen igual que como estaban en 1700.
Hoy, sin los vergeles ni huertas que lo caracterizaron hasta hace no tanto, y con casonas en las que vivieron personajes como Porfirio Díaz, la Calle de La Amargura es vía de entrada a un pueblo en el que, como en la vida misma, el fruto es dulzura y el aprender amargura. Ya dependerá de cada paseante si las cosas dulces superan a las amargas, pero de entrada, San Ángel es buen lugar para que, a través de sus recorridos a pie, le demos un repasón a la historia de nuestra ciudad y, ya entrados en ello, a la propia.