En el pueblo las abuelas y los abuelos trabajan, eso es un hecho, no importa en qué pueblo vivas o de qué pueblo vengas. Trabajan cuando se levantan muy temprano por leña o a cuidar animales al campo, cuando alimentan a sus pollos o hacen tortillas para sus nietos, cuando riegan las flores o van a la pizca. Nunca están quietos. Como en el cuento Francisca y la muerte, nadie les alcanza a pesar de que andan cada vez más despacio. No se trata tanto de necesidad económica, sino de sentido de utilidad. Alguna vez se supo de alguien que ya no pudo trabajar y pronto se murió de tristeza.
Y es que la idea del trabajo es distinta en las sociedades rurales que en las urbanas. En la ciudad el trabajo está directamente relacionado con la productividad más que con la supervivencia. Es común ver a personas de la tercera edad en trabajos precarios: servicios de limpieza como en el metro, o empacando productos en las tiendas departamentales. De hecho, la vejez en la ciudad es un sector lleno de olvido y poco claro para las políticas públicas que buscan solucionar todo con un apoyo económico, a la par que en el sector privado hay cada vez menos oportunidades de obtener una pensión. En resumidas cuentas, para las sociedades complejas la vejez es improductiva.
En cambio, cuando la esencia de trabajo está más ligada a la supervivencia que a la productividad, cuando su valor no se cuantifica por medio de un salario sino por relaciones de prestigio, y además te permite estar en contacto con el ambiente natural, entonces las cosas son muy diferentes. El trabajo de los abuelos y las abuelas en las comunidades es igual de valioso que cualquier otro, más aún, cuando la organización reconoce el valor de la experiencia que llega con los años, entonces es incluso más importante, porque se convierte en un bien invaluable para la comunidad.
El trabajo es la forma de relación comunitaria más simple y efectiva, cuando este se intercambia entre quienes habitan un territorio entonces nace un pueblo. Y todo bien hasta ahí, el problema es cuando no se conoce otra forma de vida que no sea a base del trabajo, y se cae incluso en excesos. A estas alturas me pregunto de dónde es que viene todo esto. Lo que me queda claro que la gente grande siempre ha trabajado, desde su infancia hasta los últimos de sus días, y bien dicen, el día que ya no pueden seguir trabajando comienzan a morir de tristeza, como si la hubieran estado acumulando con el pasar de los años y al dejar de trabajar les cayera toda de golpe.
Mi abuela vendía elotes o garbanzo según la temporada. Le encantaba pasear por los campos, ir por leña o nada más darle vueltas a su cosecha. Se levantaba muy temprano para coser los elotes en un tambo tiznado, molía su sal de chile en el metate, cortaba sus limones, preparaba su canasto y su petaca, y subía todo en la carretilla para que lo llevara al crucero. Es cierto que también se sentaba en el corredor a escuchar sus casets de chilenas, pero deshojando, desgranando o bordando una servilleta. Me causa tristeza escribir que, si ella viviera -aseguran todos- no soportaría estar encerrada. Me hubiera gustado decirle que el descanso es importante y que nadie debería de sentir culpa por ello, pero quién es uno para juzgar otros tiempos como si algo supiera. El problema es que también esa tristeza se hereda, y otro tanto ya estamos acumulando. •