l arte de sanar. Revisando las constantes temáticas en la breve filmografía de Lee Isaac Chung, realizador estadunidense de origen coreano, sobresale su interés por relatos relacionados con la asistencia a personas en situación de vulnerabilidad. Puede tratarse de los cuidados mutuos de un par de adolescentes que sobreviven a la masacre en Ruanda en 1994 ( Munyurangabo, 2007), o la solidaridad de un grupo de amigos que atienden a un compañero con un cáncer terminal ( Lucky Life, 2010), o la labor de una mujer neoyorkina que facilita la lectura a personas invidentes ( Abigail Harm, 2012). En el caso de Minari (2020), su largometraje de ficción más reciente, el ritual de sanación moral tiene que ver con dos personajes que la cinta vuelve entrañables, un niño de siete años, David (Alan Kim), que vive con una afección cardiaca congénita, y la excéntrica abuela Soonja (Youn Yuh-jung), su sorpresivo bálsamo providencial.
El título Minari alude a una yerba que en Corea se utiliza para sazonar platillos y que tendrá una significación simbólica en la historia de aclimatación cultural de una familia de inmigrantes coreanos que, habiendo elegido residencia en una California urbana, decide después mudarse a un medio rural (Arkansas) para probar fortuna con el cultivo de plantas y verduras coreanas. El emprendedor Jacob (Steven Yeun) impone a su esposa reticente y a sus dos hijos pequeños no sólo el desplazamiento hasta una comarca lejana y poco habitada, sino a una comunidad mayoritaria-mente blanca y con escasa presencia de inmigrantes asiáticos. Se trata, en suma, de un fuerte desarraigo que, con excepción del padre, el resto de la familia vive con dificultad y en un estado de fastidio permanente.
La ilusión del sueño americano como garantía de un rápido éxito económico, lo vive esa familia de modo muy contrastado. Por un lado, Jacob contempla a Arkansas como una tierra prometida donde al fin podrá abandonar su rutina laboral como inspector agrícola (revisando el género de polluelos para conservar las aves hembras y desechar, por inservibles, a sus pares machos), y crear un negocio de cultivos propios. Por su parte, su esposa Mónica (Yeri Han) advierte con recelo la vanidad de ese esfuerzo y busca proteger la unidad familiar del disolvente moral que para ella representa la ambición empresarial de su esposo. La llegada a la granja de Jacob de la disruptiva abuela Soonja, madre de Mónica, aportará una dosis de buen humor, claridad moral y voluntad de pacificación a ese núcleo familiar en crisis.
El territorio elegido por el director coreano para plantar su historia, un Midwest estadunidense ceñido por un férreo cinturón bíblico y comúnmente asociado con relatos de intolerancia y ra-cismo, aparece en Minari como una tierra sonriente de concordia interracial. El anhelo de integración de la familia de Jacob y su evidente empeño laboral, pronto se ven recompensados por el trato afable que le dispensan los lugareños anglosajones y en el que también se filtra una ingenua curiosidad hacia el exotismo del migrante. Cabe señalar que en la región no abundan los trabajadores extranjeros, lo que disminuye considerablemente la carga de una discriminación racial. Esa apacible llanura rural, barrida ocasionalmente por los vientos, emblema bucólico de la abundancia, es capturada por la fotografía del australiano Lachlan Milne en lo que semeja un tributo discreto al cine de Terrence Malick. Difícil imaginar mejor lugar para narrar la relación conflictiva e intensa entre el pequeño David de físico frágil y temperamento alebrestado, y la abuela incómoda que llega para cuidarlo y a la que continuamente riñe por cualquier motivo. El director refiere, por partida doble, los primeros percances de la aclimatación cultural de la familia de migrantes y, de modo más intimista y aleccionador, un diálogo de generaciones muy distantes entre sí que a su modo resume y simboliza la necesidad de una concordia social entre culturas diferentes, meta tal vez ilusoria, aunque no por ello menos apremiante. Minari semeja así la cara opuesta del éxito coreano Parásitos (Bong Joon Ho, 2019), perturbadora alegoría de una lucha de clases sin cuartel. Ambas cintas han tenido en festivales una acogida extraordinaria. Dentro y fuera de su territorio, el cine coreano vive hoy un momento de evidente prosperidad artística.
Se exhibe en la sala 2 de la Cineteca Nacional, a las 18 horas.