l creciente interés por la política de que presume a menudo el presidente López Obrador seguramente tiene que ver con la preocupación, también generalizada, con el gobierno. Por la forma de su ejercicio cotidiano y, específicamente, por sus resultados.
Con todo y su presencia en la vida social y comunitaria, no es verdad que la mayor parte de la población dependa del gobierno para su subsistencia. Ésa ha sido una de las especies más retardatarias inventadas por la derecha mexicana para estimular un descontento que no podía sino surgir del choque de expectativas crecientes y la dura realidad.
En realidad, a lo largo de nuestra historia, es posible constatar que la mayoría se las ha arreglado para ver por sí misma y los suyos. Las historias de nuestra emigración a Estados Unidos son ricas en estos aconteceres. Millones que dejan atrás hogar y cercanías, mantienen lazos mediante las remesas y dan cuenta de mutaciones significativas en las perspectivas de los migrantes y los suyos. De ello nos ha ilustrado cada semana Jorge Durand. Ninguno de ellos vive
del apoyo gubernamental, cuyos mandatarios poco se han preocupado por su manutención.
Aunque ahora se festeje la cantidad y frecuencia de las remesas, el hecho es que esos ingresos que ayudan a los hogares a llevar el día a día no derivan de una política que, por ejemplo, fomente el empleo.
Lo mismo ocurre con nuestros trabajadores asalariados, formales e informales. Son todavía muchos los mexicanos que no tienen acceso garantizado a la salud pública o a un retiro decente; su alimentación es resultado de una mala educación y, desde luego, de los magros ingresos familiares.
Todos, o casi, dependemos del trabajo y los ingresos que genera. Lo mismo sucede con el empleo público. Sostener que son mantenidos
únicamente sirve para su demérito y de los servicios esenciales que prestan.
El menosprecio del trabajo lleva a ignorar que la interdependencia se ha vuelto un hecho total de las comunidades humanas; está en los servicios, en los mercados y, con creciente intensidad, en las ideas y destrezas. Es por esto por lo que no resulta sencillo siquiera imaginar la abolición del mercado.
Regularlo ha sido empeño mayor de estados, gobiernos y lúcidos pensadores. Los resultados de tanto esfuerzo intelectual e institucional, efectivos y hasta bienhechores, siempre han estado bajo asedio de otras ideas y fuerzas de la política y la economía. Y lo estarán.
Así lo descubrimos y sufrimos con la transformación neoliberal que Carlos Tello y Jorge Ibarra llaman la revolución de los ricos; una sublevación que pareciera estarse reconformando contra la propuesta de Biden y los suyos de rescatar las hipótesis históricas de Roosevelt y su New Deal.
Cierto es que los imperios son complejos y veleidosos y por eso es obligada una buena estrategia global para estudiarlos y encararlos. Sobre todo, por naciones como la nuestra, que experimentan una inscripción subordinada en las redes productivas globales, dominadas por las grandes corporaciones de poder y capacidades. Con todo, no se puede negar que esta crisis abrió ciertas posibilidades para reconfigurar estructuras de oportunidad para formaciones económicas y sociales como la nuestra. Tampoco, que amenazas como el cambio climático sean inventos del imperio.
Nada ganaremos soslayando esas aperturas o, peor aún, negando los desafíos que las imponen. Insistir en pensamientos paranoicos que en cada convocatoria del Norte encuentra trampas, conspiraciones y artimañas imperiales, nos mantiene en un encierro del que nunca hemos cosechado fruto alguno. Lo rural no quita lo climático; mucho menos lo global. Que es urbano y juvenil. Y en esas estamos.
Los datos ominosos de la realidad y las experiencias vitales de muchos, indican que hoy debe ser diferente. Es cuestión de arriesgarse y de no encerrarse. Mucho menos de engañarse.