Los maíces nativos son imprescindibles para el presente y futuro de nuestra alimentación y diversidad biocultural. El modelo alimentario dominante implica una homogenización e industrialización de la producción agrícola, con prácticas que ponen en peligro tanto la biodiversidad, la calidad de los suelos y el agua, como nuestra salud y platillos preferidos. Por ello, a partir de la entrada en vigor del “TLCAN 2.0”, el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (TMEC), se vuelve primordial voltear a ver cómo afecta a la producción campesina y a nuestra vasta agrobiodiversidad de maíces nativos. La disputa por el maíz sigue, las corporaciones transnacionales vienen por nuestras semillas.
A raíz de la liberalización gradual de la importación de maíz iniciada con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994 hasta 2008, hoy casi un tercio del maíz que consumimos viene del extranjero. Esto continúa con el TMEC, que entró en vigor en julio de 2020. Un mercado de alimentos desregularizado implica que las y los productores mexicanos compiten con la producción de maíz transgénico en monocultivos a gran escala y altamente subsidiada en EE UU (según ISAAA más del 90%). El precio pagado por el maíz nativo hoy está muchas veces por debajo del costo de producción y este precio, de ninguna manera, reconoce la importancia de las y los campesinos que, durante diez mil años han desarrollado y protegido la reserva genética de maíces más grande del mundo.
Según nuestra Constitución, el Estado tiene la obligación de garantizar y promover todos los derechos humanos, incluyendo a la biodiversidad, una alimentación adecuada, un ambiente sano y proteger los derechos de las y los campesinos. Sin embargo, el TMEC en lugar de mejorar la situación, nos aleja de la soberanía alimentaria y trae nuevas amenazas. Igual que con el Tratado Transpacífico (2018), México se compromete a ratificar el convenio de la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales de 1991 (UPOV91).
Esto en la práctica significa privatizar las semillas, permitiendo que se registren patentes bajo regímenes de propiedad intelectual a través de la protección de los derechos de los llamados “obtentores”. Aunque podríamos suponerlo, no se refiere a los verdaderos obtentores, las y los campesinos, sino a las corporaciones e instituciones públicas, que a partir de semillas nativas han desarrollado variedades que llaman “suyas”.
No solamente las semillas, en sí se volverán propiedad de las corporaciones, sino que las y los campesinos perderán el derecho de decidir qué hacer con su cosecha. El guardar e intercambiar semillas será criminalizado, lo cual viola los derechos humanos porque son actividades milenarias indispensables para continuar con la diversificación constante y mejoramiento de semillas. La Declaración de los Derechos Campesinos afirma que las y los campesinos tienen “el derecho a conservar, utilizar, intercambiar y a vender las semillas o el material de multiplicación que han conservado después de la cosecha” (ONU, 2018, Art.19).
Además, el TMEC impulsa la producción y difusión de organismos genéticamente modificados (OGM): “confirman la importancia de alentar la innovación agrícola y facilitar el comercio de productos de la biotecnología agrícola” (Art. 3.14). A través de los tratados comerciales internacionales se pretende subordinar la soberanía del Estado y atentar contra los derechos de la población mexicana.
Sin embargo, hay esperanza. El 31 de diciembre del 2020 se logró la publicación del decreto Presidencial en contra del glifosato y el maíz transgénico: “revocarán y se abstendrán de otorgar autorizaciones para el uso de grano de maíz genéticamente modificado en la alimentación de las mexicanas y los mexicanos”. Además de fortalecer y apoyar nuestra producción nacional de maíz, esto nos obliga a cuestionar los patrones de consumo que hoy requieren 16 millones de toneladas de maíz transgénico importado, destinado al forraje y a la industria alimentaria.
Asimismo, el 14 de abril del 2020 entró en vigor la Ley Federal de Fomento y Protección del Maíz Nativo. Una Ley innovadora que vuelve al maíz nativo parte de nuestros derechos humanos culturales para una alimentación adecuada. Esta Ley, con los apoyos y programas creados a partir de ella, busca garantizar la diversificación constante de los maíces nativos. Esto supone que se emita su reglamento y aunque legalmente la SADER tenía 90 días hábiles para emitir una primera propuesta, todavía no la hemos visto.
La lucha por un sistema agroalimentario diferente parte de las necesidades del pueblo y de la diversidad biocultural, tiene una larga historia y ha logrado conquistar nuevos espacios. Sin embargo, vemos que esta lucha no está acabada, ni ganada: las leyes del llamado “libre” comercio siguen beneficiando a un modelo agroalimentario de producción intensiva y depredadora, donde el poder sobre nuestra alimentación y nuestro futuro, están cada vez más concentrados en las manos de unas pocas corporaciones transnacionales. •