Florecen niñas poderosas en el campo mexicano
“Hoy día ser niña y adolescente en México es duro porque nos enfrentamos a la discriminación, los abusos sexuales, la violencia de género, también violencia en casa; somos expuestas a bastantes, bastantes situaciones de riesgo por dos motivos: que seamos niñas y que seamos mujeres”, dice una niña de diez años, integrante de “Código F”, una escuela feminista de y para niñas y adolescentes indígenas que surge en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, desde 2017. Su objetivo es “generar un espacio de formación donde pudieran encontrarse, analizar críticamente la realidad y fortalecer sus saberes y habilidades para promover y defender derechos humanos”. Melel Xojobal y su escuela Código F es la expresión de cómo emerge una generación de niñas, adolescentes y jóvenes indígenas feministas.
Sin duda el 2020 fue el año de la cuarta ola feminista, cientos de miles de niñas, adolescentes y mujeres jóvenes irrumpieron en las redes sociales, calles y comunidades de toda América Latina para denunciar la violencia, exigiendo romper con la complicidad machista. Nos muestra que la lucha contra la cultura patriarcal implica cuestionar el machismo, racismo, clasismo, adultocentrismo y binarismo en todos los ámbitos de la vida social de niñas y mujeres. Es una generación que nace de los avances en materia de derechos humanos, las luchas feministas por la institucionalización de políticas de género en nuestros países y la creciente diversidad de familias. De ahí la importancia de mirar a niñas y mujeres indígenas jóvenes como protagonistas desde sus comunidades, respaldadas por amplias redes de sororidad digital para alcanzar impacto público y político inmediato.
En esta sociedad construida desde la desigualdad, el código postal determina el proyecto futuro de niñas y niños, por la discriminación estructural que se expresa en exclusiones acumuladas: Ser niña, mujer, indígena, pobre y no urbana niega el goce de derechos y cancela oportunidades de desarrollo personal por baja escolaridad, embarazos y uniones tempranas, trabajo infantil, violencia y abuso sexual, entre otros.
Los datos oficiales muestran la discriminación estructural para las zonas no urbanas. En México 49.6% de las niñas, niños y adolescentes son pobres (19,539,931 en total); sin embargo, este porcentaje se elevaba a 61.5% en la población no urbana (6,839,221 en total). Esta población en situación de pobreza de entre 0 y 17 años se elevaba a 90.3% en Chiapas, 82% en Guerrero y 79.2% en Oaxaca. El 9.3% de la población de entre 0 y 17 años de México vivía en situación de pobreza extrema en 2018 (3,676,856 en total); este porcentaje se elevaba a 18.2% entre la población de la misma edad que habitaba en localidades con menos de 2,500 habitantes (2,026,884 en total). Por tanto, 55.1% de la población de entre 0 y 17 en situación de pobreza extrema se concentraba en localidades no urbanas. La pobreza extrema entre las personas de 0 a 17 años que habitaban en localidades no urbanas alcanzaba a 42.5% en Guerrero, 42.2% en Chiapas y 35% en Oaxaca. (CONEVAL, 2018)
Las niñas y mujeres indígenas son quienes viven con mayor crudeza el mandato patriarcal de convertir sus cuerpos en objetos de propiedad, objetos sexuales para la reproducción y objetos de trabajo (economía de cuidado), que se reproducen culturalmente a través de prácticas tradicionales nocivas como el matrimonio infantil y las uniones tempranas. Aún es frecuente escuchar sobre matrimonios arreglados entre los patriarcas de las comunidades, para ”arreglar el robo de una niña o una violación,” incluyendo una dote económica, lo que en muy pocas ocasiones trasciende a denuncias por violencia sexual, venta y trata de personas, alegando los ”usos y costumbres” indígenas.
En 2014 el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer y el Comité de los Derechos del Niño de la ONU presentaron conjuntamente la Observación General sobre la eliminación de las prácticas [tradicionales] nocivas, que “afectan a mujeres adultas, bien sea de manera directa o bien debido al impacto a largo plazo de las prácticas a las que se las sometió cuando eran niñas, o de ambas maneras”. Además, “los Comités reconocen que los niños varones también son víctimas de violencia, prácticas nocivas y prejuicios, y que sus derechos deben estar orientados a su protección y a prevenir la violencia por razón de género y la perpetuación de los prejuicios y la desigualdad de género en etapas posteriores de su vida”. Tal observación general es muy importante porque abrió el camino para realizar sinergias entre el enfoque de género y la defensa de los derechos de las niñas, niños y adolescentes. “Si bien la naturaleza y prevalencia de las prácticas varían según la región y la cultura, las más prevalentes y mejor documentadas son la mutilación genital femenina, el matrimonio infantil o forzoso, la poligamia, los delitos cometidos por motivos de “honor” y la violencia por causa de la dote”.
Las agencias de Naciones Unidas, organismos internacionales, organizaciones de la sociedad civil y diversos Estados se han articulado en torno a campañas como #niñasNoesposas con un gran éxito en la prohibición legal del matrimonio infantil a través de reformas legislativas. Sin embargo, este avance simbólico sólo es la ruta para reconocer que el problema mayor continúa siendo la discriminación estructural que alimenta las uniones de hecho fuera de la mirada institucional, y que demandan políticas públicas articuladas desde el territorio, especialmente con un amplio trabajo participativo desde los pueblos originarios y las comunidades rurales. El camino aún es muy largo, aunque escuchar a niñas y adolescentes indígenas reivindicar sus derechos humanos desde el feminismo decolonial es un signo de esperanza y futuros posibles. •