l miércoles pasado se cumplieron 16 años desde que 360 diputados –206 del PRI, 145 del PAN, ocho del Partido Verde y un independiente de origen panista– consumaron uno de los actos más vergonzosos de la vida pública mexicana: el desafuero contra el entonces jefe de gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador.
La trama, que culminó con el retiro de la inmunidad jurídica a López Obrador el 7 de abril de 2005, representa el precedente y el más claro ejemplo de las ininterrumpidas tentativas de una coalición de intereses político-empresariales para distorsionar la voluntad popular expresada en las urnas. Muchos de los protagonistas y cómplices de esa asonada antidemocrática permanecen activos en el escenario político y aunque distan mucho de tener el poder que ostentaban entonces, sigue incólumne el afán de algunos de ellos de suplantar la soberanía popular.
La acusación contra López Obrador por el supuesto desacato a una orden judicial en torno al predio El Encino fue la persecución de un hecho delictivo inexistente, no sólo porque jamás se presentó prueba alguna de que el político tabasqueño hubiese ordenado la construcción del camino objeto de la disputa, sino porque tal obra vial ni siquiera se había realizado. Como se mostró en cada fase del proceso, el régimen de entonces inventó una causa administrativa con el propósito de remover de su cargo al principal líder opositor y, ante todo, de impedirle aparecer en la boleta electoral de los comicios que se celebrarían el año siguiente.
Se trató de un complot en el más estricto sentido del término: la Presidencia de la República, el presidente de la Suprema Corte, grupos de poder económico, el Partido Acción Nacional y el Revolucionario Institucional se confabularon para truncar la carrera política de un personaje que les resultaba incómodo. Mientras el ex presidente Vicente Fox encargó a la extinta Procuraduría General de la República la fabricación de los cargos, la asociación civil sin registro México en Paz sirvió como fachada para la producción de espots calumniosos y su difusión en horario estelar de los principales noticieros televisivos.
Este operativo fraudulento confirmó la vigencia de la alianza estratégica formada entre el PRI y el PAN durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari para preservar y perpetuar el proyecto neoliberal; evidenció que en el año 2000 no hubo una transición a la democracia sino un acto de gatopardismo y prefiguró lo que habría de ocurrir en julio de 2006, cuando se perpetró un gravísimo atraco al electorado, se distorsionó la voluntad popular y se colocó en la jefatura del Estado a un individuo sin la certidumbre de que hubiese ganado la elección. Posteriormente, la desesperada búsqueda de legitimidad por parte de Felipe Calderón lo llevó a improvisar una disparatada y trágica declaración de guerra al crimen organizado. Visto en retrospectiva, ese 7 de abril arrancó un proceso de degradación política cuyas consecuencias todavía padecemos en las formas de la descontrolada violencia delictiva y la descomposición social correspondiente.
Recordar ese episodio trágico y vergonzoso es un ejercicio cívico necesario en momentos en que el país se encamina a una nueva cita con las urnas, y cuando algunos de los actores y grupos de interés que participaron en aquella conspiración antidemocrática siguen activos, abierta o soterradamente, en el panorama político nacional.