n época de Covid-19, guardado en casa me perdía en el desorden de libros y escritos, y recordaba en automático el de José Saramago, Todos los nombres.
Registraba el enorme placer de perderme en el confuso laberinto de libros relacionado como los expedientes sin salida del famoso escritor. Pasadizos oscuros y cuenta de papeles empinados e inencontrables. Lo desconocido que se diseminaba en la conservaduría de un registro civil.
Repartidos en los estantes, medio enterrados unos, casi ocultos por las telarañas y el polvo otros, véanse y no se veía la infinidad de registros sobre la vida y la muerte arrojados en diferentes épocas, formando columnas que flameaban la atención sobre lo efímero que somos.
Don José, el personaje de la historia de amor de Saramago, transcurre su vida en largos y solitarios paseos por los pasillos de dicho registro civil. O bien encaramándose en una escalerilla con fólders de la parte superior de los estantes, olvidados y escondidos en oscuros rincones. Examinados de cerca, conservan escritos, datos de hombres, mujeres y niños que fueron inscritos en el momento de nacer o morir.
La flojera de dulces arrebatos, bella interpeladora de la realidad envuelta en vagas fantasías refugiadas en el registro civil al que da vida José Saramago, el genial escritor portugués.
Al compás del ir y venir de la luz y la oscuridad del cuarto reposan las actas de nacimiento o de defunción que resurgen, se extinguen en el polvo, con olor a hojas de papel mojado que un día fueron vírgenes y desde una papelería alumbraban el camino del sol.
Esta semana soleada como anuncio de la primavera o del calor del cambio climático que se nos avecina fueron propiciadores de la magia que despierta la historia alucinante de Saramago. Misterio que araña y enfría la piel y adentra en el juego de la vida-muerte, porque, para él, la raza amante del sol ni en los cubículos de los registros civiles se resigna a renunciar al astro rey.
¡Que perezcan el cerebro, el corazón, el hígado, los genitales, los brazos y las piernas! Pero los ojos se salven, por si algún día una vieja hechicera quiera desafiar al tiempo. En la lectura de montañas de expedientes de vivos y muertos, un rayo de sol estaría jugando con la muerte.
Fantasía perdida en la noche de los tiempos, basada en la cultura de los expedientes, la burocracia que busca el sol. Un día la fiebre de la civilización destruirá los registros civiles, junto a la amplia idea del interminable naufragio de las cosas, el miedo ruin, egoísta en que nada ha de quedar. Sólo nos consuela la importancia de respetar los ojos a la hora de la muerte. Ese instinto de muerte que estudió Freud.
Pulsión de destrucción de la economía síquica en la parte maldita de ese gasto, pura pérdida o la desaparición en la biblioteca, entre montañas de libros antiguos húmedos y polvorientos.