A pesar de que el modelo de atención del parto ha sido duramente cuestionado desde finales del siglo pasado por anteponer las prácticas médicas convencionales a los derechos de las mujeres a elegir la posición para parir, a respetar sus tradiciones culturales y sus necesidades emocionales y las del nuevo ser, aún predomina tanto en la formación académica como en el desempeño de los servicios de salud, e incluso gran parte de la población todavía lo considera natural.
Esta experiencia vital se dulcifica y puede resultar hasta gozosa cuando es la mujer quien decide cómo vivirla; de lo contrario, se convierte en un acto rutinario y frío donde el personal de salud sigue imponiendo tactos continuos, postura horizontal y pujos dirigidos, entre otros procedimientos. De esta manera, el proceso del parto resulta en general, muy doloroso, arduo y prolongado, por lo que ese momento de transición de la vida se torna en una dulce amargura. Así lo experimenté hace 30 años, y así lo viven todavía hoy en día muchas mujeres.
Más aún, la fragilidad física y emocional en la que se encuentra la mujer después de un parto en esas condiciones facilita la aplicación de las prácticas médicas usuales, sobre las cuales hay evidencias de que perjudican la salud física y mental de la madre y el recién nacido: cortar de inmediato el cordón umbilical, inhibir el contacto físico piel a piel, privar al bebé de escuchar los latidos cardiacos de su mamá y separarlos durante varias horas, además de urgir a la madre a amantar cuanto antes, pues de no ser así suministran fórmula infantil. Todo eso lo viví, aunque cuando llevaron a mi hijo al cuarto, ya le habían dado leche artificial.
En la familia, recientemente constaté que esas prácticas siguen vigentes: “Pasé más de 20 horas en el proceso de parto. La bebé nació a las 3:38 de la madrugada; como a las 5:20 de la mañana ya estaba en mi habitación, me sentía completamente exhausta. A las 6:30 subieron a la bebé al cuarto y me la pusieron en el pecho para que le diera leche, no salió. Como ya traían ‘mamilitas’, me dijeron que cada tres horas le diera la fórmula”, refiere mi sobrina, a quien le llevó más de dos semanas lograr que su hija se prendiera al pecho, se incrementara la leche y finalmente dejara la fórmula.
Es grave que en los hospitales y entre los médicos prevalezca esta práctica –a casi 40 años de que la prohibió el Código Internacional de Sucedáneos de la Leche Materna–, sin importar las evidencias de los daños que provoca la leche artificial. Presionan a la extenuada madre a acelerar la lactancia, advirtiéndole que el recién nacido debe alimentarse y si ella no tiene leche, pues no queda sino darle la fórmula, aunque el hecho de que el bebé tarde unas horas en agarrar el pecho no implica riesgos.
En muchos casos subyace un conflicto de interés que se originó cuando las compañías de sucedáneos de leche materna empezaron a introducirse en los hospitales a través de los médicos, convenciéndolos de las maravillas de su producto. Ellos, a su vez, fueron cambiando el pensamiento y el modo de actuar de las madres y aún continúan promocionando la fórmula.
De hecho, la humanidad se desarrolló durante siglos sin depender de una atención hospitalaria, gracias a la lactancia, como podemos constatarlo en este número de La Jornada del Campo, pues satisface las necesidades físicas y emocionales del nuevo ser. Y durante aquel devenir, fueron las parteras tradicionales, socialmente reconocidas, quienes además de establecer un contacto íntimo con las parturientas, respetando sus aspectos culturales y religiosos, con sus saberes, sus habilidades técnicas y su práctica las acompañaron en ese momento crítico de transición de la vida.
No podemos obviar que la profesión médica desde hace más de un siglo ha usado a las parteras tradicionales para ingresar al cuarto de las parturientas en las ciudades, “capacitándolas” para limitar su acción y estableciendo prohibiciones para controlarlas, a fin de evitar que ejerzan por su cuenta. Hoy, con la misma estrategia recurre a las parteras de las zonas rurales e indígenas para extender su actividad donde aún perviven otros saberes, causando divisiones entre quienes se capacitan sólo para acompañar a los médicos en el proceso de parto y criminalizando a quienes atienden partos por su cuenta.
Al parecer la obstetricia continúa empantanada en aquella advertencia del médico José Ignacio Bartolache, publicada en 1772: “Mientras no aprendieren estas mujeres el arte de partear, escrita y perfeccionada hoy por hombres muy hábiles, es disparate fiarse de las comadres para otra cosa que para recibir y bañar la criatura y mudar ropa limpia a la parida”. •