ntre tropiezos informativos y retóricos, el gobierno del presidente López Obrador persigue una comunicación con la sociedad en la que pueda basarse la estabilidad de fondo del Estado y el país. Sin eso, sus planes electorales pueden verse malogrados y su ambición transformadora desplomarse. Al menos, como divisa movilizadora de voluntades y opiniones masivas. Urgente cuestión si proyectamos los daños y desencuentros políticos y sociales que ya nos asestaron la pandemia y el desplome económico.
Hace mucho que Arnaldo Córdova nos conmovió por su valoración de la política de masas. Para él, ésta era condición sin la cual la modernidad sería inalcanzable por una sociedad que, como la mexicana, no había podido liberarse de la herencia y el yugo coloniales. De aquí la valoración que una y otra vez hizo nuestro amigo de la gesta cardenista, a pesar de sus muchas críticas a la política concreta del general y presidente. Lo importante era, insistía Arnaldo, la capacidad que desde el Estado podía generarse para continuar y profundizar la estrategia de reformas sociales y económicas que, a costa de muchos riesgos y no pocos conflictos dentro de la propia coalición revolucionaria, había hecho realidad el michoacano.
El hálito reformista que nos legó aquella proeza no ha desaparecido de los imaginarios que articulan la política moderna; es histórico, a pesar de lo mucho que han cambiado la estructura social y el carácter de la nación. Ahora abierta al mundo, a sus portentosas corrientes de intercambio de mercancías, servicios y talento, la economía mexicana tiene enormes déficits y carencias, en particular su incapacidad para transferir a los trabajadores una porción significativa de los frutos de su crecimiento.
No ha podido crear los empleos dignos y de calidad que reclama su enorme población joven, tampoco generar y distribuir los llamados bienes públicos, indispensables para garantizar a toda la población una existencia satisfactoria.
En una economía de mercado como la nuestra resulta imposible que esas tareas puedan acometerse de manera sostenida sin una dosis mínima de crecimiento, en cuyas dinámicas radica, en buena medida, la posibilidad de acercar la economía a los reclamos y carencias de las comunidades. Su indicador, el PIB, hasta ahora no ha encontrado un sustituto adecuado para orientar estos propósitos, vinculados con lo que solemos entender por bienestar.
La política, inscrita en un auténtico marco plural, tampoco ha encarado estas carencias y dolencias. Ha sido una política democrática omisa de la cuestión social, negligencia que ha contaminado nuestra convivencia y que, con la pandemia, se ha extendido y amenaza con reproducirse ampliadamente.
Los reformadores y reformistas que dieron sentido material y político a la utopía
cardenista nunca perdieron de vista estos vínculos, maestros e insustituibles en toda economía que se quiere moderna. Quisieron, eso sí, darle a la economía una impronta social mediante la movilización de masas y la construcción institucional, plasmada en artículos constitucionales y leyes secundarias, así como con un régimen de seguridad social en germen, pero claramente sustentado en organismos con visión y ambición de larga duración. Hasta la fecha, a pesar de todo y de todos.
El cardenismo no se perdió en los tiempos, pero su asimilación creativa a una historia actualizada del reformismo mexicano deja mucho que desear. Falla discursiva y retórica que puede atribuirse a sus propios errores conceptuales y orgánicos y a que no ha podido o querido darle a su pasado el valor político que tiene y que se potencia en cada crisis.
Los huecos reflexivos de los reformistas de hoy son una grieta mayor en el edificio político que ahora, además, se ha instalado en Palacio Nacional. Recuperar enseñanzas, errores y omisiones, sería un ejercicio constructivo en tiempos horribles como los que vivimos.
Nada peor que esperar
una normalidad que más que nueva, como reza el estribillo, suena pueril. La solidaridad no se improvisa; día a día se construye con proyectos comunes. Ahí está el legado de hombres y mujeres que acompañaron al presidente Cárdenas, quienes sumando fuerzas hicieron historia. Como no hay otra manera de hacerla.
Una visión realmente histórica, inspirada en aquellas jornadas entrañables, no le caería mal a la llamada 4T. Pondría a prueba su flexibilidad y su capacidad de enriquecer su discurso.