rácticamente cada día queda más claro que las fuerzas armadas, es decir, el Ejército, la Marina Armada y la Guardia Nacional, son un poder preponderante en la actual administración. Durante las semanas recientes el caso Cienfuegos ha causado un gran revuelo y ha vuelto a poner en evidencia la debilidad institucional para una procuración de justicia con estándares democráticos. No obstante y con independencia del caso Cienfuegos, frente a los recientes señalamientos y documentación de casos que las vinculan a graves violaciones a los derechos humanos, vale la pena preguntarnos si, en efecto, las fuerzas armadas siguen hoy bajo el mismo manto de impunidad que les protegió durante las anteriores administraciones.
La semana pasada salió a la luz el testimonio de un presunto líder del cártel Guerreros Unidos en que se narra la desaparición de los 43 normalistas y el asesinato de otros jóvenes la noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre de 2014. La declaración relata el operativo conjunto de la policía estatal, el Ejército y una célula de Guerreros Unidos para interrogar a los jóvenes y luego ejecutarlos y desaparecer sus cuerpos mediante la incineración o disolución en ácido.
Ciertamente las investigaciones independientes sobre el caso Ayotzinapa han revelado nexos entre el crimen organizado y el Ejército; sin embargo, desafortunadamente no es el único de los casos que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador heredó de gobiernos anteriores que tienen como denominador común la impunidad del estamento militar que permitieron hechos de abuso contra civiles de los que son señaladas las fuerzas armadas.
Entre ellos están las ejecuciones extrajudiciales en Tlatlaya, que siguen sin tener una resolución clara, pues han sido objeto de una investigación débil, por decir lo menos. La misma falta de cabal justicia que se ha perpetuado respecto del llamado caso Apatzingán, en el que sólo se han logrado hasta ahora unas cuantas detenciones de miembros de la policía federal.
Sobre la Guardia Nacional (GN), ya en esta administración, se tiene el registro de, al menos, cinco casos formalizados de abusos graves en perjuicio de civiles que fueron ejecutados o lesionados de bala por no detenerse ante un retén o una solicitud de alto. Esto sin mencionar los numerosos reclamos por abuso de poder en la frontera sur en el contexto del paso de las caravanas migrantes. Debido a lo anterior, la GN ya aparece entre las 10 autoridades con más quejas ante la CNDH por presuntas violaciones a derechos humanos, entre las cuales se encuentra también la Sedena.
Ante tal escenario, la exoneración a Cienfuegos, más que un golpe a la DEA o a la relación bilateral entre México y Estados Unidos –como se ha repetido las semanas recientes– es un duro golpe a la democracia de nuestro país y un mensaje de empoderamiento para el Ejército, que amplía sus márgenes de acción. Tras los casos de violaciones graves a los derechos humanos, como Ayotzinapa, Tlatlaya, Apatzingán o aquellos de los que es señalada la GN sigan en la impunidad y la documentación de los nexos de las fuerzas armadas con el crimen organizado en entornos de macrocriminalidad diseminados por el territorio nacional, la exoneración de Cienfuegos se traduce en un mensaje de protección e incluso de subordinación de las instituciones civiles a las castrenses.
Entre los especialistas en administración pública es popular la frase de que prioridad que no está en el presupuesto no es prioridad
, y viceversa; vale la pena recordarla para ilustrar la preeminencia de las fuerzas armadas también en esta dimensión, pues un comparativo presupuestal de los últimos tres años –2018-21– revela un aumento de 80 mil a 112 mil millones de pesos.
Además del trato generoso que ha gozado el Ejército en los últimos sexenios, también se debe hacer notar que esta institución ha estado al margen de la rendición de cuentas. Los gobiernos de Peña y Calderón asignaron a las fuerzas armadas papeles protagónicos que los llevaron a tener en la vía de los hechos preponderancia sobre el poder civil. Pues bien, y en contraposición con las críticas que López Obrador ha dirigido a sus antecesores en casi todos los ámbitos, resulta evidente que respecto del poder castrense ha apostado por la misma fórmula pero aumentada.
La exoneración de Cienfuegos, por sí sola es relevante, pero si se lee a la luz de la tradición de impunidad que ha acompañado la historia de las fuerzas armadas los últimos cuatro sexenios, que ha derivado en un número enorme y creciente de casos de violaciones graves de derechos humanos, el mensaje es explosivo, pues equivale a fortalecer un halo de permisividad que podría ser interpretado como un cheque en blanco.
Lamentablemente, el crecimiento de las facultades militares no ha sido acompañado por el diseño de nuevos mecanismos de control, transparencia y rendición de cuentas; por ello, acrecentar su poder implica, correlativamente, incrementar no sólo el riesgo de corrupción, sino de alentar la continuidad de la comisión de violaciones graves a los derechos fundamentales de los ciudadanos.