a DEA muchas veces se pierde en una maraña de contradicciones porque las obligaciones de consolidar casos y llevarlos ante la justicia se opaca por los anhelos de obtener dividendos políticos.
Así ocurrió con el general Salvador Cienfuegos y así fue con las indagatorias sobre el asesinato del agente especial de la agencia antidrogas Enrique Kiki Camarena, perpetrado en Guadalajara, Jalisco, en 1985, pero del que las secuelas y los agravios aún perduran, por ello, entre otras cosas, Rafael Caro Quintero es uno de los criminales más buscados.
Los pliegues del expediente de Camarena son por momentos inquietantes y nada edificantes para los oficiales policiacos y para los fiscales que los respaldaron en toda una serie de acusaciones.
Siete años después del crimen, dos ex policías de Jalisco recordaron
la participación de personajes del narcotráfico y del poder político en los interrogatorios a que fue sometido Camarena desde el momento de su secuestro con el piloto Alfredo Zavala, a las afueras del consulado de Estados Unidos en Guadalajara, el 7 de febrero de 1985.
Uno de los testigos, René López Romero, quien fungía entonces de guardaespaldas del narcotraficante Ernesto Fonseca, luego de su paso por las policías, rindió testimonio en el segundo juicio contra Rubén Zuno Arce, hombre poderoso en Jalisco y cuñado del ex presidente Luis Echeverría, y lo acusó de ser partícipe directo del crimen e integrante de la organización criminal del propio Fonseca y de Miguel Ángel Félix Gallardo.
López Romero también dio datos sobre supuestas reuniones de los jefes de las drogas con funcionarios como el secretario de Gobernación Manuel Bartlett y de la Defensa Nacional Juan Arévalo Gardoqui, para obtener la identidad de los agentes de la DEA que estaban causando daños en el negocio de la producción y tráfico de mariguana.
El problema era que López Romero había rendido testimonio a cambio de inmunidad y de dinero. Su acuerdo lo protegió aun de las acusaciones de asesinato de cuatro estadunidenses testigos de Jehová secuestrados y asesinados en 1984.
Pero peor aún, lo libró de los delitos que cometió por su participación en los interrogatorios y torturas por las que Camarena y Zavala fallecieron.
El propio López Romero describió cómo Jorge Fonseca, el hermano de Ernesto, jefe del clan criminal, golpeaba al agente de la DEA, quien se encontraba con los ojos vendados, las manos y los pies atados.
También especificó que Camarena había sido quemado con un cigarrillo en diversas partes del cuerpo.
Es probable que Camarena haya muerto durante el segundo día de torturas por un golpe en el cráneo con un desarmador, aunque su cuerpo se encontró un mes después en Zamora, Michoacán.
Los agentes de la DEA tenían en López Romero a un participante directo de uno de los crímenes que más han marcado la historia del narcotráfico, pero optaron por pagarle 100 mil dólares y conseguirle permiso de trabajo en Estados Unidos.
Calcularon mal y supusieron que las historias sobre aterrizajes de jets en el Campo Militar número uno y retiros millonarios de dólares en bancos mexicanos para sobornos que los integrantes del cártel de Guadalajara habrían repartido en la clase política, les alcanzaría para consolidar una acusación que habría cimbrado al Estado mexicano, colocándolo en la antesala de un narcoestado.
No fue así, por supuesto, y entre otros motivos, porque esos testimonios no tienen pies ni cabeza y menos aún pruebas que los respalden.
En los hechos, pactaron con uno de los secuestradores y torturadores de Kiki Camarena. Se dirá que era el costo de ir más para arriba, pero en los hechos fomentaron la impunidad de la que tanto se quejan y se alejaron de la justicia.
* Julián Andrade es periodista.
Twitter @jandradej