onald Trump difunde ideas oscurantistas con la tecnología más refinada. A través de mensajes saturados de falacias se ha proclamado, una y otra vez, como el único que puede salvar a Estados Unidos (EU) y devolverle la grandeza perdida por la cobardía de liderazgos que le antecedieron en la presidencia.
El discurso trumpista es elemental, pedestre (una de cuyas acepciones define como llano, vulgar, inculto, bajo) y, pese a ello, tal vez por eso, encuentra entusiasta recepción en millones de estadunidenses que fascinados lo consideran idóneo para enfrentar la disolvencia del poderío de su país. La megalomanía de Trump fue apoyada en las urnas, apenas hace dos meses, por 74 millones de votantes. Ante lo cual es necesario preguntarse por qué las desquiciadas propuestas del candidato republicano atrajeron a tantos para favorecerlo en las urnas.
El pensamiento oscurantista, medieval, de Trump se disemina instantáneamente a través de la tecnología cibernética. Los contenidos retrógrados viajan gracias a investigaciones científicas aplicadas, las que representan el conocimiento acumulado de generaciones de mujeres y hombres dedicados a lograr avances tecnológicos que inicialmente son asequibles a unos cuantos y después se generalizan a la mayoría de la población.
La cuestión de tratar de diseccionar las ideas de Trump y su transmisión es una parte para intentar comprender las desaforadas adjetivaciones que hace el personaje. La otra parte, me parece, es por qué tiene millones de estadunidenses que se han apropiado de las esquematizaciones de quien estuvo en la presidencia de EU cuatro años. Un discurso, entendido como el contenido reiterativo de propuestas para describir y solucionar cierta problemática, tiene distintas respuestas en diversos contextos. Es decir, no conlleva la misma aceptación, o rechazo, en todos los auditorios y lugares. Las peroratas de Donald son atractivas en quienes previamente se han construido un imaginario sobre lo que debe ser la sociedad estadunidense y el camino para lograrlo.
La parte más dura del electorado que sufragó por Trump, la más fanatizada, encontró en la propuesta del empresario neoyorquino ideas que ya compartía y, por tanto, fue y será terreno fértil para las desorbitadas soluciones de quien considera capaz de restablecer la grandeza nacional. La narrativa de Trump es nativista, tribalista, está llena de supremacismo blanco y añorante de un pasado solamente existente en el ideario más beligerante y colonizador del llamado Destino Manifiesto. Trump no es el creador del discurso ni el fanatizador de millones de estadunidenses; es, más bien, el canal que ha dado expresión a ideas fuertemente anidadas en un muy importante sector de la sociedad estadunidense. En consecuencia es posible afirmar que el trumpismo está vivo y de ello vamos a ver claras evidencias en la carrera por retornar al poder en cuatro años.
El tribalismo que contundentemente se mostró con la irrupción en el Capitolio es la respuesta natural
a los llamados que hizo Trump para recuperar la voluntad popular mayoritaria que, supuestamente, fue secuestrada por el establishment político/electoral/económico de EU. Según Trump, distintas fuerzas conspiraron para urdir el gran fraude con el fin de transmutar el sentido de los votos emitidos el pasado 3 de noviembre. No importó que careciera de datos y pruebas que sustentaran su afirmación. Contingentes de supremacistas blancos replicaron la propaganda, haciéndose eco una vez más de extravagantes teorías y llamados a la acción directa para impedir que Trump abandonara la Casa Blanca.
La vociferación del incendiario encontró oídos prestos en oídos sintonizados con teorías conspiracionistas. Teorías que para quienes mantienen la cordura son desaforadas, contrarias al horizonte racional que privilegia explicaciones mágicas y las tamiza con información y análisis de la misma. El incendiario no es, quedó fehacientemente demostrado, una voz solitaria y estrafalaria, sino ejemplo de multitudes dispuestas a depurar esa nación de quienes consideran enemigos acérrimos de la sociedad ideal. Para ellos la nación ideal debe estar libre de contaminaciones producto de la diversificación que es consustancial a una sociedad globalizada. Son enemigos de la multiculturalidad y todavía más de la interculturalidad.
Las huestes de Trump están activas y van por la revancha desde ahora. Ellas y su líder saben que hay praderas secas en las que el fuego se disemina con velocidad que regocija a los piromaniacos. La nueva presidencia, así como sectores de la sociedad estadunidense que lograron detener en las urnas a Trump, tienen la tarea de disminuir sustancialmente la fascinación causada en millones de personas por ideas supremacistas y nostálgicas de una grandeza excluyente y que, de poder, busca desaparecer a quienes no son como ellas.