l condenable asesinato del diputado local panista Juan Antonio Acosta Cano, perpetrado ayer en la ciudad de Juventino Rosas, Guanajuato, es el más reciente episodio de la descontrolada violencia delictiva que padece esa entidad, en la que las masacres se cometen con una frecuencia exasperante y desoladora. Sólo en lo que va del presente año se han perpetrado homicidios múltiples en San Luis de la Paz (cuatro muertos y seis lesionados), León (cinco bajas fatales), Celaya (ocho muertos y dos lesionados entre quienes asistían a un velorio y en una agresión distinta, dos hombres, una mujer y un bebé ultimados con armas de fuego dentro de un domicilio particular), Santa Rosa de Lima y San José de Guanajuato, donde el lunes pasado se registraron enfrentamientos que dejaron ocho presuntos delincuentes y un policía estatal muertos, más un elemento de la Guardia Nacional que resultó lesionado.
La trágica situación no es nueva. Durante 2020 se cometieron en Guanajuato 3 mil 121 homicidios dolosos, 2 mil 522 de los cuales fueron perpetrados con armas de fuego, según datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Se ha pretendido explicar semejante ciclo de violencia a consecuencia, primero, de la lucha que libran los cárteles Jalisco Nueva Generación y Santa Rosa de Lima y después, como una suerte de reacomodo en el segundo de esos grupos delictivos, tras la detención de su cabecilla, José Antonio Yépez, El Marro, que tuvo lugar a principios de agosto pasado. Todo ello, en un estado atravesado por gasoductos que resultan atractivos para los traficantes de combustibles robados.
Tales razonamientos resultan, sin embargo, insuficientes para explicar la persistencia de una actividad criminal que ha colocado a la entidad, cuna de la Independencia, con el mayor número de homicidios violentos por dos años consecutivos. Debe considerarse, además, que en los primeros 19 meses de los poco más de 26 que lleva el actual sexenio, el gobernador Diego Sinhue Rodríguez Vallejo rehusó participar en el mecanismo de coordinación establecido por el gobierno federal en materia de seguridad.
Por añadidura, tanto el Ejecutivo como el Legislativo locales se han empecinado en mantener en su cargo al fiscal Carlos Zamarripa Aguirre, quien está sujeto a una investigación de la Fiscalía General de la República por la detención irregular de familiares de El Marro; posteriormente, ese funcionario, nombrado hace 11 años por el ex gobernador panista Miguel Márquez, enfrentó numerosos señalamientos por encubrir a policías estatales que al parecer mataron a Juan Carlos Padilla Aranda, vendedor ambulante de Celaya. Cuestionamientos similares se han formulado sobre la gestión de Alvar Cabeza de Vaca Appendini, secretario de Seguridad Pública de la entidad. La determinación del actual gobernador de conservar a Zamarripa Aguirre resulta inexplicable si se considera que desde que éste llegó a la fiscalía, los homicidios dolosos en la entidad han crecido en forma sostenida, sobre todo en los últimos cuatro años.
Más allá de eso, debe considerarse como elemento de contexto que en Guanajuato el incremento de la violencia ha ocurrido en paralelo a la proliferación de parques industriales dedicados, la mayoría, a la maquila para exportación, en lo que constituye la profundización de un modelo de desarrollo que en décadas pasadas ya había mostrado, en la región de la frontera norte, no sólo su capacidad para generar empleos, sino también para exacerbar los contrastes sociales y crear un terreno fértil a espirales de criminalidad.
Con estos elementos en mente parece difícil, incluso con la colaboración del gobierno federal, que el estado de Guanajuato logre superar la sima de violencia y muerte en la que se encuentra si no lleva a cabo una renovación general de sus mandos policiales y de procuración de justicia y si no emprende un viraje en estrategias económicas que en la realidad se traducen en escenarios sociales que impulsan el fortalecimiento de grupos delictivos.