l curso de la pandemia fue volviendo concreto y palpable un conocimiento que antes parecía sólo intuición o postulado axiomático: la existencia de la colmena humana como red y sistema social; todos dependemos de todos a escala mundial, mal que le pese a doña Thatcher y su larga cola de creyentes. El individuo fuera de la sociedad no existe, es mera robinsonada, truco publicitario de mercaderes.
El 31 de diciembre de 2019 la Oficina de la OMS en China recibe un anuncio de la Comisión Municipal de Salud de Wuhan sobre un grupo de personas con neumonía atípica; entre el 1º y el 4 de enero de 2020 procesa la información disponible, y el 5 la OMS avisa a sus estados miembros, aunque muchos de ellos captaron la noticia periodística desde el día 1º y 2 de enero. El mismo 31 de diciembre la autoridad sanitaria mexicana atrapó el dato de Wuhan y avisó que una epidemia de virus desconocido llegaría al país inexorablemente. El 12 de enero China compartió al mundo la secuencia genética del virus, confirmando que no era ni el SARS ni el MERS. A partir del caso número uno, en pocas semanas SARS-CoV-2 había llegado a todos los territorios del planeta, impulsando el contagio uno a uno en cadenas exponenciales, desvelando la existencia de la colmena humana.
Este enorme enjambre puede vivir con el nuevo virus, pero no mientras enferma y mata. La inmunización ya se vislumbra viable con el inicio de la vacunación, pero quedan enormes problemas y obstáculos por delante: la colmena humana no se comporta como las abejas, y es preciso que 70 por ciento de los humanos estén inmunizados por el virus –quienes hayan enfermado y salvado la vida– y por la vacuna.
El primer gran problema es el acaparamiento de las vacunas. Los países ricos ya acapararon 9 mil millones de dosis. Y los pobres no tienen con qué pagarlas. Todo ocurre como si la inmunización de los ricos pudiera evitar nuevos brotes en el ancho mundo de la pobreza, que serán sin remedio un estorbo
para los ricos. Luego está el ingente problema de la logística de la vacunación, especialmente entre los pobres: el transporte, la distribución, las condiciones sanitarias, la identificación y el orden de los grupos a vacunar, abarcan dificultades de organización y operación, sin precedentes por su magnitud. En el mejor de los casos, se estima, sólo 20 por ciento de la población de los países pobres habrá tenido acceso a la vacuna para finales de 2021.
Como obstáculo está también el mundo extenso de los terraplanistas, de izquierdas y derechas, críticos
de los diagnósticos –preliminares por necesidad– del virus que nos azota, de la gestión de la pandemia, y opuestos a la vacunación. Todos ellos coadyuvan al cundir del contagio y a la incidencia de fallecidos.
Mentes paranoicas elaboran incansables teorías de la conspiración ubicua que está detrás de todos los males. Caníbales y pedófilos satánicos (QAnon circula en línea), personas lagarto disfrazadas de líderes corporativos y celebridades alienígenas acechan para hacernos mal; científicos y gobiernos bellacos manipulan el Covid con objetivos oscuros.
El célebre filósofo italiano Giorgio Agamben, escribió el ¡26 de febrero! (para esa fecha ya lo sabía todo): las medidas de emergencia para la supuesta epidemia de coronavirus
son frenéticas, irracionales y absolutamente injustificadas
; el virus, dijo, es “una gripe normal, no muy distinta de las que nos afectan cada año ¿por qué los medios de comunicación y las autoridades hacen todo lo posible para difundir un estado de pánico, provocando así un auténtico estado de excepción…?” Si se leen sus textos La invención de una epidemia
, Contagio
y Aclaraciones
, se constata que Agamben logró, cuidadosamente, que los datos duros sobre el nuevo virus no contaminaran sus textos. Su reflexión sobre la biopolítica
(construida por Foucault y Derrida) lo exime de contar con ese ruido.
Al debate entraron el francés Jean-Luc Nancy y el italiano Roberto Esposito. Nancy dijo a su amigo Agamben, al final de su intervención: “Hace casi 30 años, los médicos decidieron que necesitaba un trasplante de corazón. Giorgio [Agamben] fue uno de los pocos que me aconsejó que no los escuchara. Si hubiera seguido su consejo, yo probablemente habría muerto muy pronto. Es posible cometer un error…” Después de ese debate, no volvieron a escribir sobre el novísimo virus: fueron rebasados por los duros hechos de la pandemia.
El conocimiento científico del virus continúa no muy lejos de sus prolegómenos; en tanto, virólogos y epidemiólogos toman decisiones mientras aprenden: no existe otra posibilidad. A estas alturas, traer a colación la referencia de aquel debate, parece ocioso. Pero debe señalarse que los celebérrimos filósofos sin duda instigaron a los muy numerosos terraplanistas que en el mundo pululan, que continuarán asediando al exhausto cuerpo médico y de otras especialidades, dedicados a curarnos, a cuidarnos y, hasta donde es posible, a evitar que muramos.