l diferendo político más relevante de este año entre estados y la Federación, que muy probablemente así siga siendo en 2021, tiene que ver con lo que algunos gobernadores, por un lado, y el Ejecutivo federal, por el otro, entienden por federalismo hacendario. Del lado de los gobernadores –todos de oposición– se reclama una recentralización de las decisiones y los recursos; del lado del gobierno federal, se defiende la necesidad de ejecutar programas con eficacia y verticalidad. Este debate no es nuevo, de hecho, es históricamente fundacional e inherente a México. El siglo XIX es un aparador de constituciones centralistas y federalistas, cada una defendiendo las virtudes de su propia causa. Como se sabe, la batalla histórica, al menos en la Constitución, la ganó el federalismo. Pero, ¿por qué México regresa una y otra vez a este debate? Tal vez se deba a dos factores esenciales: primero, somos un Estado que se formó de manera centrífuga, es decir, desde el centro político hacia lo que hoy conocemos como entidades federativas. Una simple prueba de ello es que hasta principios de los años 70, nuestro país tenía aún dos territorios
, los hoy estados de Quintana Roo y Baja California Sur. Nuestra formación centrífuga contrasta con otros estados de corte federal, como Alemania o Estados Unidos, donde, más allá de la fuerza política o ubicación de la capital, el vigor de los estados alcanza y sobra en cuanto a identidad o economía.
En suma, la nuestra es una historia de un federalismo que se dio por diseño y en mucho copiando otros sistemas, como el estadunidense, y no por nuestro verdadero origen como nación. No fueron estados independientes que se unieron en una idea llamada México, sino una idea llamada México que dibujó su conformación política desde el centro. Baste el ejemplo de mi estado, Hidalgo, cuya capital tiene esa condición como consecuencia de la Guerra de Reforma; o la extraña forma física del estado de Tamaulipas, que fue un mecanismo de contención fronteriza a Nuevo León.
La segunda gran razón de nuestro recurrente debate sobre el federalismo es el dinero. En cualquier sociedad organizada el federalismo o es fiscal o no es federalismo.
Por muchos años entidades económicamente potentes han pugnado por un pacto fiscal que les permita retener más recursos de los que aportan a la Federación, pero el asunto es mucho más complejo: nuestro pacto fiscal está cimentado en dos pilares, la solidaridad de las aportaciones federales, que buscan equilibrar las condiciones entre los estados más ricos y los más pobres, y las participaciones federales, que reflejan el tamaño y aporte de cada entidad sin afanes redistributivos. El dilema de nuestro tiempo es que en los últimos 20 años ambas han crecido sostenidamente, sin que hayan tenido un impacto significativo en la inversión pública o programas sociales sostenibles. Lo que hemos visto, en contraste, es una dependencia crónica a las aportaciones federales por una baja recaudación, y un ritmo de endeudamiento que apalanca
las participaciones federales y con ello disminuye el margen de acción de los estados y los municipios. Muchas entidades han dilapidado recursos récord en programas irreductibles de escaso impacto social e incremento desproporcionado del gasto corriente. En otras palabras, el debate sobre el federalismo fiscal que ocupaba la tribuna del Congreso a principios de este siglo XXI, sí se dio –en buena medida por los excedentes petroleros
–, pero no estuvo a la altura de las expectativas y muy lejos de lo que realmente requiere México.
En un momento global de regionalismos exacerbados, y donde el debate al parecer se inscribe más en la contienda electoral entre adversarios políticos, vale la pena encauzar el debate sobre el federalismo mexicano con tono propositivo y autocrítico: nuestro pacto federal no puede obviar las asimetrías económicas de la República, ni dejar al margen la tarea pendiente de una mayor recaudación por parte de estados y municipios. Más importante aún: debemos abandonar esta tentación tramposa y de todo blanco o todo negro, donde solamente podemos elegir entre dos: o entidades fuertes, o país fuerte.
México se obligó a ser federalista, a pesar de nuestra conformación histórica como nación independiente, lo debemos registrar así de una vez por todas, esa es nuestra verdadera historia. Sin embargo, a estas alturas, convendría poner sobre la mesa fórmulas para eficientar el siempre escaso presupuesto público, poner en un debate constructivo entre adversarios para qué se quiere recaudar más y mejor, un debate abierto para ejecutar políticas públicas orientadas 100 por ciento a invertir en infraestructura y no en gasto corriente que por décadas ha dilapidado recursos y no han incidido en un verdadero desarrollo que, en efecto, reduzca diferencias, no sólo entre ciudadanos, sino también entre entidades federativas y regiones. Que lo que ganen las entidades federativas no lo pierda la República, y lo que ésta gane le sirva a la nación por entero.