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Estados Unidos: promesas oscuras
U

na vez más, la sociedad estadunidense ha mostrado, como ya lo hizo en los años 30, que contiene una suerte de anticuerpos sociales, políticos y culturales, que le impiden transgredir ese umbral terrible en que un Estado se asoma al vértigo del fascismo –o, en el caso de Trump, al aviso de un protofascismo–. Porque si algo hizo Trump a lo largo de su gestión fue precisamente tratar de poner en entredicho todas y cada una de las instituciones que tradicionalmente han definido ese límite: el Congreso, la autonomía de los gobiernos locales, los límites que el ejército se impone para no verse involucrado como fuerza de choque, la beligerancia de la prensa contra el Poder Ejecutivo, etcétera. Por sólo mencionar algunos de los diques que un neofascismo al american way tendría que derribar para imponer su hegemonía.

Pero si alguien llevó a Biden al poder, no fueron tan sólo las maquinarias electorales del Partido Demócrata –ahora bien aceitadas por un conocedor del Deep State–, ni la suma de los votos antirrepublicanos, sino un amplísimo movimiento social cuyo origen se remonta a la lucha de lo que representaron las administraciones de Obama/Biden: Black Lives Matter, Antifa, The Pink Coalition, Rainbow Stand y tantas otras, organismos que cuestionaron radicalmente la política social, económica y, sobre todo, racial del establishment que tocó rearmar al propio Obama. Para ellos Biden no representa ni siquiera un compañero de viaje; tan sólo una ocasión para echar del Capitolio al trumpismo.

Todo el alud de felicitaciones por su triunfo –esenciales para mostrar el rechazo mundial al Joker que ocupó la Casa Blanca los últimos cuatro años– prescindieron de los renglones mínimos de la biografía política de Biden. Al menos para México, la lista es larga y llena de nubarrones: convalidó el fraude de Peña en 2012 (la compra de votos); en un lenguaje muy políticamente correcto, deportó violentamente a 3 millones de mexicanos (Obama se ganó el título no de Commander in chief, sino de Deporter in chief); abrió el camino a la depredación ecológica del país, sujetando a Calderón y Peña a una política de apertura total a las industrias extractivistas; fue uno de los artífices que impulsó la reforma energética de 2015; cuidó que las finanzas mexicanas engulleran la peor deuda externa desde la que casi nos hace desaparecer en el siglo XIX.

No es difícil entender por qué el gobierno de Morena no lo ha felicitado: otra ocasión para quitarse los emblemas de la izquierda frente a poderes internacionales que lo siguen calificando de esa manera. (La pregunta es: ¿qué siguen haciendo en Morena tantos y tantos militantes de izquierda?)

Lo esencial es evidente: la relación con Biden no será fácil. La nueva Casa Blanca tratará de llevar la situación ahí donde se encontraba en 2016. Sólo que en una situación como la que ha impuesto la pandemia; es decir, mucho más precaria que la de 2016. Para México, Biden sólo promete una era incluso de mayores tensiones. La más grave de ellas: cumplir al pie de la letra el T-MEC, un tratado, reformado por los propios demócratas, francamente oneroso.

Sin embargo, las circunstancias de hoy no son las mismas que la de 2016. ­Washington se halla enfrascado en el dilema de tener que sortear tres gigantescos desafíos: la gradual alianza entre China y Rusia, una Europa con la que ha perdido toda comunicación y su gradual pérdida de hegemonía en América Latina. El desafío chino ya no sólo es de orden económico. Al Pentágono no le parece disgustar la idea de emprender el camino de una nueva guerra fría. Esto va a consumir a tal grado las energías del presidente Biden, que el gobierno mexicano tendría una fuga para aliviar las tensiones con la nueva administración. La lucha por la transformación industrial que implica la 5G se disputará, entre China y Estados Unidos, en gran parte en Europa. Y las tensiones con América Latina continuarán. Probablemente la nueva relación con Cuba será uno de los pocos casos que Biden trate de emprender.

Después se encuentra la crisis interna de la sociedad estadunidense. La elección de 2020 mostró el peso decisivo que tiene el voto latino, en particular, el mexicano, para decidir comicios en al menos cinco estados de la unión. Pero cinco estados cruciales. Tendrá que cambiar su política deportadora. Es aquí, tal vez, donde el gobierno de Morena pueda encontrar una de las mayores puertas de negociación. Siempre y cuando adopte finalmente un rumbo que ha rehuido hasta la fecha. Convertirse en un instrumento de apoyo efectivo de las comunidades mexicanas en Estados Unidos. Tiene en su haber a un canciller, Marcelo Ebrard, que muere por llegar a la Presidencia en 2024. Entonces tendrá que hacer y mostrar méritos en esa dirección.