Opinión
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Infancia y sociedad

Síndrome de la arrogancia

P

or medio de la educación y del ejemplo quizá podamos prevenir en la niñez sicopatías adultas relacionadas con el poder y la dificultad para soltarlo, como ocurre con toda adicción; como le ocurre a Donald Trump y como le ha ocurrido a muchos políticos a lo largo de la historia. Si rastreamos en sus infancias, encontraremos algunas claves: daños tempranos en la autoestima, sobrexigencia por parte de los adultos, frustración en competencias, miedo al rechazo o exceso de caprichos cumplidos.

Desde que el siquiatra y político David Owen, ex ministro británico de Salud y de Asuntos Exteriores, publicó su estudio Enfermedad y Poder, en 2008, ha crecido el interés por definir el síndrome de la arrogancia, a fin de que se incluya en códigos internacionales de enfermedades siquiátricas por el daño que puede causar a las democracias. Mucho tiempo se creyó que el poder enferma la mente, pero cada vez hay más evidencia –incluso neurológica– de que es la mente insana la que busca de modo enfermizo el poder y luego no puede soltarlo. David Owen se refiere a tal padecimiento como Hýbris (síndrome de Hubris), un concepto que en griego significa desmesura, orgullo y autoconfianza exagerados, y del que trataron grandes filósofos y poetas griegos, pues fue en las tragedias griegas en las que se abordó con más fuerza, para alertar a los mortales del castigo que los Dioses daban a los excesos.

¿Es bueno entonces que niñas y niños aprendan a competir? Sí, pero también que aprendan a perder y a ganar. Que aprendan a trabajar en equipo y a obtener logros colectivos. Eso es prepararlos para vivir en democracia y librarlos de los vicios mentales y emocionales del síndrome de la arrogancia, como trastorno narcisista que ve el mundo como escenario del poder para buscar la gloria. Excesiva confianza en el propio juicio y desprecio por el de los demás. Creencia de que no tiene que rendir cuentas a la sociedad, sino a cortes más levadas (la historia, Dios, su propia conciencia). Modo mesiánico de hablar. Usar a la gente y desecharla. Sentimiento de omnipotencia. Cegueras ante la realidad. Justificar los medios por los fines: tergiversar, engañar, manipular, tal como definió Paul Valéry la política: el arte de hacer creer a la gente que toma parte en las decisiones que le importan.