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La muestra

Beanpole, una gran mujer

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▲ Fotograma de la película de Kantemir Balagov.
“T

odo lo que sabemos de la guerra, lo sabemos por la voz masculina. Todos somos prisioneros de las percepciones y sensaciones masculinas. De las palabras masculinas. Las mujeres mientras tanto guardan silencio” (Svetlana Alexiévitch, La guerra no tiene rostro de mujer). El propósito aparente del realizador ruso de 29 años Kantemir Balagov, discípulo aventajado de Alexander Sokurov, ha sido retomar la idea contenida en la cita anterior como punto de partida para su segundo largometraje, Beanpole, una gran mujer (Dylda, 2019). Y aunque la trama que propone no remite exactamente a la narrativa coral familiar para los lectores de la Premio Nobel bielorrusa, autora también de El final del hombre rojo o el tiempo del desencanto, portentoso recuento de la trágica utopía soviética, lo cierto es que la historia de la amistad de dos mujeres, Iya (Viktoria Miroshnichenko) y Masha (Vasilisa Perelygina), compañeras enfermeras durante la Segunda Guerra Mundial, separadas durante el combate, y que en 1945 se rencuentran en un sórdido hospital para heridos de guerra, es una de las miradas más inteligentes y complejas al papel que desempeñaron las mujeres en el conflicto bélico.

Cabe aclarar de entrada que, contrario a lo que pudiera sugerir el título banal impuesto en español, no hay ningún intento en la película de presentar como ejemplar ni heroica una conducta femenina que siempre estuvo marcada por el imperativo de la supervivencia. La joven Masha padece los abusos de sus propios compañeros de combate, tiene en el frente un hijo al que no puede conservar y que debe dar en custodia a su amiga Lya. Cuando al final de la guerra regresa para recuperarlo, el niño ha fallecido en un trágico accidente del que Lya es involuntariamente responsable. Masha buscará, por todos los medios, que su amiga, renuente a todo contacto físico masculino, logre resarcirla de la pérdida y tenga, en su lugar y para ella, un nuevo hijo.

Los lazos amistosos entre las dos mujeres son enigmáticos. Nada parece señalar en ellas coincidencia ni empatía de caracteres. Iya, apodada larguirucha ( beanpole) por su físico desgarbado y frágil, es tímida y un tanto hosca, padece una enfermedad nerviosa que le provoca estados súbitos de catatonia en los que queda por un tiempo congelada e incapaz de cualquier movimiento. Esto en nada facilita su trabajo como enfermera, menos aún su capacidad para mantener sólidas relaciones afectivas. Masha, por el contrario, es exuberante e intensamente sensual, pero las violencias de todo tipo padecidas en el campo de guerra han exacerbado en ella un recelo instintivo frente a amenazas siempre latentes. Cuando se le critica su actitud liberal en materia de sexualidad, Masha responde: Las mujeres sin protección no sobreviven en la guerra, por eso la necesidad de tener allí varios esposos.

En Beanpole, el joven cineasta Balagov describe las estratagemas mediante las cuales las dos amigas, cada una a su manera, procuran doblegar al poder patriarcal que, lo mismo en tiempos de paz como en los de conflicto, le han negado visibilidad y autonomía a la mujer volviéndola instrumento simple –carne de cañón o carne apetecible– al servicio de la patria. Una estrategia consiste en buscar, por intimidación o por chantaje, un padre sustituto para el hijo deseado. Otra más, tal vez la más importante, es afianzar entre ellas una solidaridad afectiva muy a contracorriente de lo socialmente aceptable en términos de moral sexual. Las alusiones que hace la cinta a la bisexualidad y al derecho al aborto son, en el contexto histórico de los años 40, algo notable. Si a todo esto se añade la realización justa de Balagov y el impecable trabajo de fotografía de una Kseniya Sereda de 26 años, Beanpole es muestra elocuente de las posibilidades y alcances de una nueva generación de cineastas rusos.

Se exhibe a partir de este sábado en la sala 2 de la Cineteca Nacional, 13:30 y 19 horas.

Twitter: @CarlosBonfil1