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La muerte en aromas y colores
E

stamos nuevamente en el Día de Muertos. Ya aparecen por todos lados esos soles con pétalos que son las flores de cempasúchil, con su particular aroma que guía el espíritu de los muertos a la morada, así como las menos populares, pero igualmente bellas, llamadas terciopelo, con su intenso tono morado carmesí. Estas maravillas que nos regala la naturaleza van a adornar las casas y las ofrendas que cada día toma más auge en la Ciudad de México.

Al cempasúchil también se le conoce como flor de muerto, por ser representativa de esa celebración de enorme importancia que se lleva a cabo prácticamente en todo el territorio nacional.

Alguna vez platicamos que es originaria de México y que, además de su utilización en las ofrendas, es una especie medicinal muy empleada en distintas partes de la República Mexicana. Se recomienda para dolor de estómago, empacho, diarrea, cólicos, tos, fiebre, bronquitis, bilis, indigestión, dolor de muelas, expulsar gases y calmar el dolor de cabeza causado por un mal aire, entre varios más.

Como podemos ver, es un medicamento de efecto casi universal; sus formas de utilización son variadas: hervidas con o sin flores, en baños, untada, en fomentos o inhalada. En esta temporada tan dolorosa por el virus, que ha causado tanto pesar y miedo, el cempasúchil alegra muchos sitios de la ciudad, entre otros el Paseo de la Reforma, que luce miles de exuberantes ejemplares con su vivo color de sol que tornan la majestuosa avenida, como dijimos en alguna ocasión, en un paseo de oro.

Con raíces en la época prehispánica, la celebración del Día de Muertos es una de las tradiciones más bellas de nuestro país y que afortunadamente se conserva viva. A lo largo de los siglos ha integrado elementos y costumbres locales con otros venidos del exterior, enriqueciendo las distintas manifestaciones regionales.

Guarda tantos valores culturales que ha sido declarada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

En los pueblos siempre ha estado viva, al igual que las tradiciones gastronómicas que la acompañan, como los panes de muerto, siempre suculentos y atractivos. Esta costumbre, con sus adaptaciones, data de la época prehispánica, ya que coincide con el fin del ciclo agrícola de varios productos fundamentales en la dieta del mexicano de todos los tiempos: el maíz, el chayote y la calabaza.

A éstos, tras la conquista, se agregó el trigo, el cual paulatinamente fue uniendo el pan con la tortilla como acompañante de los alimentos y como dulce agasajo para el paladar, cuando se combina con azúcar, miel o piloncillo. Estos días las panaderías se vuelven una fiesta con las calaveras de azúcar, alegremente decoradas con papel brillante y el consabido nombrecito en la frente y que conviven con los panes con huesitos levemente azucarados.

En buena parte de las entidades de la República se elaboran con su receta propia y su particular diseño, que en algunos casos son obras de arte, como los oaxaqueños, con sus caritas coloridas. Por cierto, estos fresquecitos y esponjosos los puede encontrar, aquí en la capital, en las tiendas de la calle De la Santísima, junto al soberbio templo barroco que bautiza la vía.

Para todo fin práctico es como si estuviera en el mercado de Oaxaca: tlayudas, asiento, moles, chapulines y toda clase de panes, comenzando con el de yema para sopear con el exquisito chocolate de la entidad. Si gusta puede comer allí mismo un rico tamal en las mesas que están en la calle, ahora sabiamente peatonal.

Esto data de la época en la que se restauró el templo, devolviéndole su nivel original, varios metros debajo de la calle, lo que permite apreciar a plenitud su majestuosidad. La mayoría de las construcciones de siglos pasados tiene una buena parte bajo tierra, lo que impide apreciar sus proporciones. De este recinto religioso, obra del arquitecto Lorenzo Rodríguez, salían las famosas procesiones de Semana Santa durante el virreinato.