n más de una ocasión, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha dicho que quienes se oponen a la desaparición de los fideicomisos públicos defienden a corruptos y ladrones. No es el caso y, siendo uno de quienes se ha opuesto a la medida, sostengo que no estoy defendiendo a nadie sino criticando una política y una forma de hacer política que no augura buenos resultados para el desempeño de la administración pública ni para la investigación científica, la educación superior y otros campos de la vida pública, como es el caso de los fondos para auxiliar a la población en desastres naturales.
El número de fideicomisos que se quiere desaparecer es grande, no así el monto de gasto involucrado; no es, desde luego, el necesario para arribar a un ilusorio equilibrio fiscal que, por cierto, nadie o casi nadie ha demandado. Ni aquí ni en el resto del mundo.
La mayoría de los fideicomisos señalados en la iniciativa presidencial tienen como objetivo el apoyo a proyectos de investigación en diferentes áreas de las llamadas ciencias duras, tecnologías relacionadas con el medio ambiente y la naturaleza en general. Otros, como el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), realizan investigación y docencia en economía y ciencia política, políticas públicas, derecho e historia y ofrece becas para jóvenes de los estados que tienen sus méritos académicos probados y merecen ser apoyados.
Cada de uno de estos organismos debe evaluarse por sus méritos y desarrollos y conforme a las necesidades y prioridades de la nación. Asimismo, en esa evaluación necesaria deben considerarse las razones que llevaron, en diferentes momentos, a científicos y académicos calificados y comprometidos a proponer su creación como apoyo con el desarrollo educativo y científico.
Por otro lado, el que dichos centros cuenten con el apoyo de figuras válidas como es la del fideicomiso, aparte del proveniente del Presupuesto de Egresos, no justifica su descalificación a priori, menos para ponerlos en situación de acusados. Antes de proponer su eliminación, el gobierno debería haber ofrecido una argumentación rigurosa y detallada sobre su desempeño, como debe pasar con todas las políticas y estrategias del gobierno sometidas a la más amplia y democrática discusión y deliberación ciudadanas. Más aún en tiempos de crisis y penuria fiscal agudas, como la actual.
Hasta ahora no ha sido éste el camino seguido; los elementos que el gobierno aporte después de la investigación ofrecida han quedado demeritados por el solo hecho de que aparecen al final de un proceso y no, como debe ser en todos los casos, al inicio.
Como en toda discusión pública sobre las políticas del Estado, hay diferentes posiciones y puntos de vista en relación no sólo con la permanencia de los fideicomisos. Algunos, entre quienes me cuento, criticamos la manera como se ha presentado la ponencia gubernamental y reclamamos otra forma, en verdad republicana y democrática, de hacer y formular las políticas del gobierno y del Estado. Otros, muchos más, reclamamos al Presidente de la República apoyo y respeto a la actividad académica y científica y que tome en cuenta que la figura jurídica y financiera adoptada para apoyar esas tareas asegura el financiamiento multianual necesario para esas investigaciones que, de otra forma, no tendrán garantías ciertas de que el apoyo público se vaya a mantener.
Sin motivo aparente ni razón robusta, el Presidente ha enturbiado la necesaria deliberación y debate sobre las finanzas públicas que la sociedad debe empezar a realizar cuanto antes. Por lo pronto, esto debería justificar una saludable tregua sobre la cuestión de los fideicomisos y para la tranquilidad de los investigadores, por un lado, y regiones vulnerables, por otro.
Quienes discrepamos de las iniciativas sobre los fideicomisos no defendemos corrupción ninguna; nuestros argumentos pueden no ser compartidos, pero ciertamente no merecen invectivas irrespetuosas como las lanzadas. No lo merecen ni la voz crítica ni la investidura presidencial.