Volver a la dieta tradicional podría pasar por una aspiración nostálgica, pero representa el desafío de adecuar el poder alimentario del pasado a la respuesta contra enfermedades en el futuro.
La prisa por saciar el deseo alimentario detonó el uso de fuentes calóricas instantáneas, pero contaminantes y dañinas a la larga. Así lo describe José del Tronco en su metáfora de “comer petróleo”, una alimentación insostenible que explica cómo se convirtió el alimento en amenaza.
La obesidad y la diabetes arrastran el sufrimiento de los pueblos con desnutrición en el curso del cambio climático por la destrucción de sistemas sostenibles, lo cual contribuye al brote de enfermedades como la COVID-19 en nuestros días. Este panorama describe contextualmente la sindemia, definida como el encuentro de varias epidemias que comparten en este caso los impactos por la forma de comer.
La aceleración del desgaste biológico a raíz de los años sesenta tiene su origen en las estrategias mercantiles para acrecentar ganancias, en lugar de abaratar el costo de la comida. Se gastan más recursos para producir cada vez menos alimentos y esto termina por enfermar a las personas, pero también a la sociedad.
La capacidad de defensa contra agentes dañinos está regulada por el sistema inmune, gracias a procesos mecánicos de barrera, la inflamación, reacciones inmunitarias generales (inespecíficas) y hasta formas altamente especializadas (específicas) de ataque.
La dieta influye para bien y para mal en la inmunidad. El problema ahora es que la exposición al riesgo es permanente y bidireccional: por un lado, el exceso de grasa corporal al interior del cuerpo y, por otro, el ingreso de sustancias por productos ultraprocesados. Esto provoca señales inflamatorias intermitentes, donde la inmunidad pierde agilidad para reaccionar y cede a enfermedades infecciosas, pero también a las crónicas como diabetes tipo dos, cardiovasculares y cáncer.
A esto se suma la toxicidad por contaminación, estrés, drogas, tabaco, alcohol, sedentarismo y depresión, sólo por hacer un recuento causal de la debilidad inmunitaria generada por ambientes patógenos de las sociedades actuales.
El metabolismo social, de acuerdo con Víctor Toledo, como instrumento teórico para analizar las relaciones entre naturaleza y prácticas sociales, invita a considerar el cuerpo social, donde los flujos de un sistema alimentario mantienen intercambios ecológicos y económicos que inclinaron la balanza al deterioro de la salud humana y ambiental. Porque, como bien apunta Toledo, hay insumos intangibles con impacto dietético como la publicidad, la moda, la agenda de gobierno, las normas, la tradición y las adicciones; en fin, determinantes metabólicos sociales del estado de salud.
¿Cómo responder a la sindemia con una inmunidad social y poblacional comprometida? La llegada del SARS-CoV-2 puso a prueba los sistemas alimentarios de defensa, y aunque es imposible vaticinar las pandemias, sí es posible modular la manera de reaccionar ante ellas.
Las sustancias antioxidantes y los probióticos, así como las vitaminas A, E, D, C y B, selenio, zinc y hierro, las grasas omega-3, la arginina y la glutamina, son algunos inmunonutrientes estudiados. Nopales, jitomates, quelites, chía, papaya, guayaba, frijoles, sardinas, semillas de girasol, cacahuates, aguacate, granada, pulque, tortillas nixtamalizadas, garbanzos, huevo y cacao, son tan sólo algunas de las alternativas para garantizarlos en la comida fresca.
Así como hay sustancias inmunomoduladoras, existen sistemas sociales para afinar la apropiación, circulación, transformación, consumo y excreción de desechos alimentarios; el propósito es agilizar los flujos para bajar el riesgo de colapso en una emergencia, lo que evitaría una adaptación al peligro permanente.
Pero los riesgos también evolucionan, y más que volver a comer lo de antes se trata de reformular un plan alimentario progresista para optimizar los recursos de probada eficacia, cuya práctica salga fortalecida socioculturalmente después de pandemia.
El valor de la dieta tradicional radica en los flujos comerciales relajados con alimentos densamente nutritivos, enriquecidos por la genética de un suelo con mínimo nivel de estrés por agrotóxicos. La capacidad adaptativa del campo mexicano es indispensable para actualizarlo hacia nuevas necesidades, pero la cultura alimentaria se nutre de paisaje y tradición. Sólo las prácticas sociales lograrán la proeza de incidir en la inmunidad estructural a través de las decisiones de consumo. •